SAGRADOS CORAZONES DE JESUS Y MARIA

SAGRADOS CORAZONES DE JESUS Y MARIA
LOS AMO (hasta jamas por siempre en la Eternidad))

martes, 17 de enero de 2012

Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, 24 horas de ORACIONES Una diaria durante varias semanas cuantas veces pueda en el año

Las Horas de la Pasión
de
Nuestro Señor Jesucristo
Sierva Luisa Piccarreta
Nápoles
Tipografía y Librería Pontificia
Andrea y Salv. Festa
1915
Versión Pdf preparada por
Nuestro sitio
“Oraciones y Devociones Católicas”
2010
Fuente:
www.passioiesus.org
¿Qué son las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo?
A la edad de 17 años, Luisa hizo una novena de preparación para la Navidad con
nueve horas de meditación, y después de haberla terminado, Nuestro Señor la
invitó a meditar de manera continua las últimas 24 horas que sufrió durante el
transcurso de su Pasión, comenzando desde el momento en que se despidió de
su Madre (antes de instituir la Eucaristía), hasta terminar en el instante en
que fue sepultado.
En cada hora de su Pasión, Nuestro Señor mismo, nos invita a hacerle compañía
y brindarle consuelo con nuestro amor, pues poco a poco conforme vayamos
penetrando cada escena, cada palabra, cada verdad, cada sufrimiento, iremos
comprendiendo cuán grande ha sido el amor de Nuestro Dios y por lo tanto, nos
será imposible no amarlo como merece ser amado. Aprenderemos a descubrir y
a conocer no sólo la Pasión externa que vivió Jesús, sino también todos aquellos
sufrimientos, íntimos y ocultos a los ojos de todas las criaturas: Su Pasión
interna.
Por lo tanto, meditar una hora de la Pasión significa unirnos a Jesús, para hacer
lo mismo que él hacía durante cada una de las escenas de su Pasión, como por
ejemplo: las oraciones y reparaciones que él hacía a su Padre en su interior,
cuando era flagelado, coronado de espinas, crucificado, etc… y para ello nos
servimos de este libro: "Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo".
De manera que, cada vez que leamos, meditemos, penetremos o profundicemos
cada hora de su Pasión, tratemos de hacer nuestras sus mismas oraciones, sus
mismas intenciones, sus mismas reparaciones, para poder junto con él, elevarlas
al Padre por la salvación y el bien de toda la humanidad.
Después de vivir de manera continua estas Horas de la Pasión por más de
treinta años, San Aníbal María de Francia, habiendo sido nombrado por la
autoridad competente Censor Eclesiástico para los escritos de la Sierva de
Dios Luisa Piccarreta, le impuso en virtud de la Santa Obediencia poner por
escrito estas meditaciones, dando por resultado este Libro del Cielo. Viendo la
riqueza de su contenido y vislumbrando todo el bien que haría San Aníbal mismo
se encargó de publicarlo en cuatro ediciones (1915, 1916, 1917 y 1924).
3
Después de que Luisa terminó de escribir el manuscrito original, se lo envío a
San Aníbal junto con una carta. En ella le habla de la complacencia que Jesús
siente cuando se meditan estas Horas, pues, lo dice ella misma: es "como si
Jesús escuchara su misma voz y las mismas oraciones que él hizo ante su Padre
durante el transcurso de las últimas 24 horas de su dolorosa Pasión". Así
mismo, junto con el manuscrito y dicha carta, Luisa le envió algunas hojas en las
que incluyó los efectos y promesas que Jesús hace a aquellos que mediten
estas Horas de su Pasión.
Las meditaciones se pueden hacer como cada persona quiera, una o varias al
día, una por semana, etc. No es necesario realizarlas a las mismas horas de la
meditación, sino que cuando se pueda, por ejemplo “de las 5 a las 6 de la tarde”,
se puede hacer en la mañana, en la madrugada, etc.
A quien hace las Horas de la Pasión, Jesús le otorga sus mismos méritos como
si él mismo estuviera sufriendo su pasión. « Hija mía, estas Horas no las veré
como cosas vuestras, sino como cosas hechas por mí, y les daré mis mismos
méritos, como si yo estuviera sufriendo en acto mi pasión, y así les haré
obtener los mismos efectos, según la disposición de las almas; esto en la tierra,
y por lo cual, mayor bien no podría darles; después, en el cielo, a estas almas las
pondré frente a mí, flechándolas con flechas de amor y de felicidad, por
cuantas veces hayan hecho las Horas de mi pasión, y ellos también me
flecharán. ¡Qué dulce encanto será esto para todos los bienaventurados! »
Si quien medita Las Horas de la Pasión lo hace junto con Jesús y con su misma
Voluntad, Jesús dará un alma por cada palabra que se repita, pues toda la
mayor o menor eficacia de estas Horas de la Pasión está en la mayor o menor
unión que tengamos con Jesús. « Si las hacen junto conmigo y con mi misma
Voluntad, por cada palabra que repitan les daré un alma, porque toda la mayor o
menor eficacia de estas Horas de mi Pasión está en la mayor o menor unión que
tengan conmigo. Y haciéndolas con mi Voluntad, la criatura se esconde en mi
Voluntad, y obrando mi Voluntad puedo hacer todos los bienes que quiero, aun
por medio de una sola palabra. Y esto, cada vez que las hagan. »

De las 5 a las 6 de la tarde
Jesús se despide de su Madre Santísima
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
¡Oh Madre mía!, se acerca la hora de la separación y yo quiero estar junto a ti.
Dame tu amor y tus reparaciones, dame tu dolor, que junto contigo quiero
seguir paso a paso a mi adorado Jesús.
Ya Jesús viene, y tú, con el alma rebosante de amor, corres a su encuentro, y al
verlo tan pálido y triste se te rompe el Corazón por el dolor, las fuerzas te
abandonan y estás a punto de desplomarte a sus pies...
¡Oh dulce Madre!, ¿sabes para qué ha venido Jesús? Ha venido para decirte por
última vez « adiós », para decirte su última palabra, para recibir tu último
abrazo. Madre mía, me abrazo a ti con toda la ternura de la que es capaz mi
pobre corazón, para que abrazado y unido a ti, pueda yo también recibir los
abrazos de mi adorado Jesús. ¿Me desdeñarás acaso o no es más bien un
consuelo para tu Corazón tener un alma a tu lado que comparta contigo tus
penas, tus afectos y tus reparaciones?
En esta hora tan desgarradora para tu tiernísimo Corazón, ¡qué lección nos das,
oh Jesús, de filial y amorosa obediencia para con tu Madre! ¡Qué dulce armonía
la que existe entre ustedes dos! ¡Qué suave encanto de amor, que se eleva
hasta el trono del Eterno y se dilata para salvar a todas las criaturas de la
tierra!
Celestial Madre mía, ¿sabes lo que quiere de ti nuestro adorado Jesús? No
otra cosa que tu última bendición. Es verdad que de todas las partículas de tu
ser no salen más que bendiciones y alabanzas a tu Creador, pero Jesús, al
despedirse de ti, quiere oír esa dulce palabra de tu boca: « Te bendigo, hijo
mío ». Y ese « te bendigo » apaga en sus oídos las blasfemias y penetra
suavemente y con tanta dulzura dentro de su Corazón; ¡ah, sí!, Jesús quiere oír
de ti ese « te bendigo » para poner como un muro de protección que lo
defienda contra las ofensas que recibe de parte de todas las criaturas.
También yo me uno a ti, dulce Madre mía; sobre las alas de los vientos quiero
atravesar los cielos para pedirle al Padre y al Espíritu Santo, y a todos los
ángeles su bendición, y así poder traérsela a Jesús; y aquí en la tierra quiero
pedirles a todas las criaturas y obtener de cada boca, de cada latido y de cada
paso, de cada respiro, de cada mirada y de cada pensamiento, bendiciones y
alabanzas a Jesús, y si nadie me las quiere dar, yo quiero dárselas por ellos.
¡Oh dulce Madre!, después de haber recorrido una y otra vez cielos y tierra
para pedirle a la Sacrosanta Trinidad, a los ángeles, a todas las criaturas, a la
luz del sol, al perfume de las flores, a las olas del mar, a cada soplo del viento,
a cada llama de fuego, a cada hoja que se mueve, al parpadear de las estrellas,
a cada movimiento de la naturaleza un « te bendigo » para Jesús, vuelvo a ti y
uno mis bendiciones a las tuyas. Dulce Madre mía, veo que tú recibes consuelo y
alivio y le ofreces a Jesús mis bendiciones para reparar todas las blasfemias y
las maldiciones que recibe de parte de las criaturas, pero mientras yo te
ofrezco todo, oigo tu voz que dice temblando: « ¡Hijo, bendíceme tú también a
mí! ».
Dulce Amor mío, bendíceme a mí también al bendecir a tu Madre, bendice mis
pensamientos, mi corazón, mis manos, mis pasos, mis obras y mientras bendices
a tu Madre bendice también a todas las criaturas.
Madre mía, al ver el rostro de Jesús pálido, triste y afligido, se despierta en ti
el recuerdo de los dolores que dentro de poco tendrá que sufrir. Prevés su
rostro cubierto de salivazos y lo bendices; su cabeza traspasada por las
espinas, sus ojos vendados, su cuerpo destrozado por la flagelación, sus manos
y sus pies atravesados por los clavos, y por todo lo bendices; y por todos
aquellos lugares por los que irá pasando tú lo sigues con tus bendiciones. Yo
también junto contigo lo sigo cuando Jesús será flagelado, clavado en la cruz,
abofeteado, coronado de espinas..., en todo hallará junto con tus bendiciones
las mías.
¡Oh Jesús, Madre mía, los compadezco! Es inmenso su dolor en estos últimos
momentos; parece que el Corazón de uno destroce el Corazón del otro.
Madre Santísima, arranca mi corazón de la tierra y átalo fuertemente a Jesús,
para que abrazado a él pueda tomar parte en tus dolores; y mientras se
estrechan y se abrazan el uno al otro, mientras se ven y se besan por última
vez, quiero estar entre sus Corazones para poder recibir yo también sus
últimos besos, sus últimos abrazos. ¿No ven que no puedo vivir sin ustedes a
pesar de mis miserias y de mi frialdad? Jesús, Madre mía, ténganme abrazado
a ustedes; denme su amor, su Voluntad; hieran mi pobre corazón, estréchenme
en sus brazos, y junto contigo, ¡oh dulce Madre mía!, quiero seguir paso a paso a
mi adorado Jesús con la intención de darle consuelo, alivio, amor y reparación
por todos.
Jesús mío, junto con tu Madre, beso tu pie izquierdo, suplicándote que quieras
perdonarme a mí y a todas las criaturas por todas las veces que no hemos
caminado hacia Dios.
Beso tu pie derecho; perdóname y perdónanos a todos por todas las veces que
no hemos seguido la perfección que tú querías de nosotros.
Beso tu mano izquierda; comunícanos tu pureza.
Beso tu mano derecha, y tú bendice todos los latidos de mi corazón, mis
pensamientos, mis afectos, para que teniendo el mismo valor que tiene tu
bendición todos queden santificados; junto conmigo bendice también a todas
las criaturas, y que tu bendición sea el sello de la salvación de sus almas.
¡Oh Jesús!, junto con tu Madre te abrazo, y besando tu Corazón, te ruego que
pongas entre tu Corazón y el de tu Madre Santísima, el mío, para que se
alimente continuamente de su amor, de su dolor, de sus mismos afectos y
deseos, y de su misma vida. Así sea.
Reflexiones y prácticas.
Jesús, antes de dar inicio a su pasión, va con su Madre a pedirle su bendición.
En este acto Jesús nos enseña la obediencia, no solamente exterior, sino
especialmente la interior, que se necesita para corresponder a las inspiraciones
de la gracia. Muchas veces nosotros no estamos dispuestos a darle
cumplimiento a las inspiraciones de la gracia, ya sea porque nuestro amor
propio, junto con la tentación, nos lo impide, o también por respeto humano, o
bien, porque no nos hacemos dulce violencia a nosotros mismos.
Pero rechazar una buena inspiración para ejercitar una virtud, para hacer un
acto heroico, para hacer una buena obra, para practicar una devoción..., hace
que el Señor se retire, privándonos de nuevas inspiraciones. En cambio,
correspondiendo prontamente con piedad y con prudencia a las santas
inspiraciones, atraeremos sobre nosotros mayores gracias y luces.
En los casos de duda, se echa mano de inmediato y con recta intención, del gran
medio de la oración y de un recto y sabio consejo. De este modo el buen Dios no
deja de iluminar nuestra alma para poder seguir las divinas inspiraciones y
hacer que se multipliquen aprovechándolas al máximo.
Debemos hacer todas nuestras acciones, nuestros actos, nuestras oraciones,
las Horas de la Pasión, con las mismas intenciones de Jesús, en su Voluntad, y
sacrificándonos a nosotros mismos como él lo hizo, para gloria del Padre y por
el bien de las almas.
Debemos estar dispuestos a sacrificarlo todo por amor de nuestro amable
Jesús, uniformándonos a su espíritu, obrando con sus mismos sentimientos y
abandonándonos a él, no solamente en todos nuestros sufrimientos y
contrariedades externas, sino más aún en todo lo que disponga y suceda en
nuestro interior; de este modo, cuando la ocasión lo quiera, nos encontraremos
dispuestos a aceptar cualquier pena. Haciendo así le daremos a Jesús pequeños
sorbos de dulzura; pero si además hacemos todo esto en la Voluntad de Dios,
que contiene todas las dulzuras y todas las alegrías en modo inmenso, le
daremos entonces a Jesús grandes sorbos de dulzura, de modo tal que
podremos mitigar el envenenamiento que le provocan las criaturas y consolar su
Corazón Divino.
Antes de empezar a hacer cualquier cosa, pidamos siempre la bendición de
Dios, para hacer que todas nuestras acciones tengan el toque de la divinidad y
atraigan sobre nosotros y sobre todas las criaturas las bendiciones del cielo.
« Jesús mío, que tu bendición me preceda, me acompañe y me siga, para que
todo lo que haga lleve el sello de tu bendición ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 6 a las 7 de la tarde
Jesús se separa de su Madre Santísima
y se encamina hacia el Cenáculo
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.

Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Adorable Jesús mío, mientras que junto contigo he tomado parte en tus
dolores y en los de tu afligida Madre, finalmente te decides a partir para
dirigirte a donde la Voluntad del Padre te llama. Es tan grande el dolor de uno y
otro que los vuelve inseparables, por lo que tú te quedas en el Corazón de tu
Madre, y ella, dulce Reina y Madre, se queda en el tuyo, de lo contrario les
sería imposible separarse. Luego, bendiciéndose el uno al otro, tú la besas por
última vez para fortalecerla y para que pueda soportar tantos amargos dolores;
te despides de ella por última vez y te vas.
Pero la palidez de tu rostro, tus labios temblorosos, tu voz apagada, que parece
como si estuvieras por empezar a llorar al decirle « adiós », ¡ah, todo me dice
cuánto la amas y cuánto sufres al tener que dejarla! Pero para cumplir la
Voluntad del Padre, con sus Corazones fundidos el uno en el otro, a todo se
someten, queriendo reparar por quienes, por no querer renunciar al cariño de
sus familiares y amigos, a los vínculos y los apegos, incluso a las cosas lícitas y
santas, no se preocupan de cumplir la santa Voluntad de Dios y de
corresponder al estado de santidad al que Dios los llama. ¡Qué dolor te dan
estas almas al rechazar de sus corazones el amor que quieres darles
contentándose con el amor de las criaturas! Amable Amor mío, mientras reparo
contigo, déjame que me quede junto a tu Madre para consolarla y sostenerla
mientras tú te alejas, después apresuraré mis pasos para alcanzarte.

Pero con sumo dolor veo que mi Madre, angustiada, tiembla, y es tanto su dolor,
que mientras trata de decirle « adiós » a su Hijo, la voz se le apaga entre los
labios y no puede articular palabra alguna; se siente desfallecer, y en su delirio
de amor dice:
« ¡Hijo mío, Hijo mío, te bendigo! ¡Qué amarga separación, más cruel que la
misma muerte! ».
Pero el dolor le impide seguir hablando y la enmudece...
Desconsolada Reina, déjame que te sostenga, que te seque las lágrimas y que te
compadezca en tu amarguísimo dolor!
Madre mía, yo no te dejaré sola. Déjame estar a tu lado y en este momento tan
doloroso para Jesús y para ti enséñame lo que debo hacer, cómo debo
defenderlo y consolarlo, cómo debo reparar, y si debo dar mi vida para
defender la suya... No, no me apartaré, permaneceré bajo tu manto; a tu señal
volaré hacia Jesús y le llevaré tu amor, tus afectos y tus besos junto con los
míos y los pondré en cada llaga, en cada gota de su sangre, en cada pena e
insulto recibido, para que sintiendo en cada pena los besos y el amor de su
Madre, sus penas queden endulzadas; y después volveré bajo tu manto
trayéndote sus besos para endulzar tu Corazón traspasado.
Madre mía, mi corazón palpita fuertemente; quiero ir en busca de Jesús; y
mientras beso tus manos maternas, bendíceme como bendijiste a Jesús, y deja
que me encamine hacia él.
Dulce Jesús mío, el amor me señala tus pasos y te alcanzo mientras estás
recorriendo las calles de Jerusalén con tus amados discípulos. Te miro y veo
que todavía estás pálido; oigo tu voz, dulce, sí, pero triste, y de una tristeza tal
que se les parte el corazón a tus discípulos, quienes se encuentran sumamente
turbados. Y dices:
« Es la última vez que recorro estas calles por mí mismo, mañana las recorreré
atado y arrastrado entre mil insultos ».
Y señalando los lugares en los que serás insultado y maltratado mayormente,
sigues diciendo:

« Mi vida está por terminar aquí en la tierra, como el sol está por desaparecer
en el horizonte, y mañana, a esta hora, ya no estaré con ustedes. Pero como sol
resucitaré al tercer día ».
Al oír estas palabras los apóstoles se ponen muy tristes y taciturnos y no saben
qué responder. Pero tú añades:
« Ánimo, no se abatan, yo no los dejaré, estaré siempre con ustedes, pero es
necesario que yo muera por el bien de todos ustedes ».
Y diciendo esto te conmueves, pero con tu voz sofocada por el llanto continúas
instruyéndolos, y antes de entrar al Cenáculo miras el sol que está en el ocaso
así como tú estás en el ocaso de tu vida, y ofreces tus pasos por quienes se
encuentran en el ocaso de la vida y les das la gracia para que puedan morir en
ti, reparando por quienes a pesar de los sinsabores y de los desengaños de la
vida se obstinan en no rendirse a tu amor.
Después le das una última mirada a Jerusalén, el centro de tus prodigios y de
las predilecciones de tu Corazón, y que en pago ya te está preparando la cruz y
está afilando los clavos para realizar el deicidio; y tú te estremeces, se te
rompe el Corazón por el dolor y lloras por su próxima destrucción. De este
modo reparas por tantas almas consagradas a ti, almas que con tanto cuidado
tratabas de convertirlas en portentos de tu amor y que, ingratas, no te
corresponden y te hacen sufrir todavía más amargamente.
Quiero reparar contigo para endulzar la herida de tu Corazón. Me doy cuenta
de que quedas horrorizado a la vista de Jerusalén, y apartando de ella tu
mirada, entras en el Cenáculo.
Amor mío, estréchame a tu Corazón para que haga mías tus amarguras y las
ofrezca junto contigo, y tú mira piadoso mi alma y derramando tu amor en ella,
bendíceme.

Reflexiones y prácticas.
Jesús prontamente se separa de su Santísima Madre, aunque su Corazón sufre
enormemente.
Y nosotros, ¿estamos dispuestos a sacrificar prontamente incluso los afectos
más legítimos y santos para cumplir la Voluntad de Dios?
Examinémonos especialmente en los casos en los que la presencia divina
sensible o la devoción sensible nos falta.
Cuando Jesús daba sus últimos pasos, no los daba en vano, sino que glorificaba
al Padre y pedía por la salvación de las almas. Cuando caminamos debemos
hacerlo con las mismas intenciones de Jesús, es decir, sacrificándonos por la
gloria del Padre y por la salvación de las almas. Además debemos imaginarnos
que ponemos nuestros pasos en los pasos de Jesús, y así como Jesús no daba un
solo paso en vano, sino que encerraba en sus pasos los pasos de todas las
criaturas reparando por todos los malos pasos, para darle al Padre la gloria que
todos le debían, y darles vida a todos los pasos de los pecadores para que
pudieran caminar por el camino del bien, así también nosotros haremos lo
mismo poniendo nuestros pasos en los de Jesús con sus mismas intenciones.
Y cuando vamos por la calle, ¿lo hacemos modestamente y con recogimiento, de
modo que seamos un ejemplo para los demás? Mientras Jesús caminaba, de
cuando en cuando les decía algunas palabras a sus apóstoles, hablándoles de la
inminencia de su pasión; y cuando nosotros hablamos, ¿de qué tratan nuestras
conversaciones? Cuando se ofrece la ocasión durante nuestras conversaciones,
¿hablamos sobre la pasión de nuestro Señor Jesucristo?
Jesús, al ver que sus apóstoles estaban tristes y desanimados trataba de
confortarlos. Y nosotros cuando hablamos, ¿ponemos la intención de confortar
a Jesús, haciendo nuestras conversaciones en la Divina Voluntad, infundiendo
en los demás el espíritu de Jesucristo?
Jesús se encamina hacia el Cenáculo; todos nuestros pensamientos, nuestros
afectos, cada latido del corazón, nuestras oraciones, todas nuestras obras,
nuestro alimento y nuestro trabajo debemos encerrarlos en el Corazón de
Jesús al momento que lo hacemos, y obrando de este modo, todo lo que

hacemos tomará el modo divino. Pero siendo difícil el mantener siempre este
modo divino, ya que por la miseria humana resulta difícil mantener
continuamente la intención de fundir todos nuestros actos en Jesús, puede
entonces suplir la intención de nuestra buena voluntad y así Jesús estará muy
complacido; él mismo estará vigilando cada pensamiento, cada palabra, cada
latido de nuestro corazón y todos esos actos los tendrá dentro y fuera de sí
mismo y los verá con mucho amor, cual fruto de la buena voluntad de la
criatura.
Pero cuando el alma, fundiéndose en él, hace todos sus actos inmediatos con
Jesús, él se siente tan atraído hacia esta alma, que hará junto con ella lo que
ella hace, y hará que todo lo que haga sea divino. Todo esto es efecto de la
bondad de Dios, que todo lo toma en cuenta y todo lo premia, hasta un pequeño
acto hecho en la Voluntad de Dios, para hacer que la criatura no quede
defraudada en nada.
« Vida mía, Todo mío, que tus pasos guíen los míos y que mientras piso esta
tierra, mis pensamientos estén en el cielo ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.

¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 7 a las 8 de la tarde
La Cena Legal
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.

Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
¡Oh Jesús!, llegando al Cenáculo con tus amados discípulos te pones a cenar con
ellos.
¡Qué dulzura, qué afabilidad muestras en toda tu divina persona abajándote a
tomar por última vez el alimento material! ¡Todo en ti es amor! También aquí no
solamente reparas los pecados de gula, sino que obtienes además la
santificación del alimento, y así como éste se convierte en fuerza para el
cuerpo, obtienes también para nosotros la santidad hasta para las cosas más
bajas, y comunes y corrientes que hagamos.
Jesús, vida mía, tu mirada dulce y penetrante parece indagar a todos tus
apóstoles, y hasta en el acto de tomar alimento tu Corazón queda traspasado al
ver a tus amados apóstoles débiles y vacilantes todavía, sobre todo al pérfido
Judas que ya ha puesto un pie en el infierno. Y tú, en el fondo de tu Corazón,
dices amargamente:
« ¿Cuál es la utilidad de mi sangre? ¡He aquí un alma tan beneficiada por mí,
perdida para siempre! ».
Y con tus ojos resplandecientes de luz lo miras como queriendo hacer que
comprenda el gran mal cometido. Pero tu caridad suprema te pide que soportes
este dolor y que no se lo manifiestes ni siquiera a tus amados discípulos.

Y mientras sufres amargamente por Judas, tu Corazón se llena de alegría al
ver a tu izquierda a tu amado discípulo Juan, y no pudiendo contener más tu
amor por él, lo atraes dulcemente hacia ti y haces que apoye su cabeza sobre
tu Corazón haciéndole sentir el paraíso por adelantado.
Es en esta hora solemne en la que en estos dos discípulos están representados
los dos pueblos: el réprobo y el elegido. El réprobo en Judas que ya siente el
infierno en su corazón, y el elegido en Juan que en ti reposa y goza. ¡Oh dulce
Bien mío, también yo me pongo a tu lado y junto con tu amado discípulo quiero
apoyar mi cabeza cansada sobre tu Corazón adorable y pedirte que también a
mí me hagas sentir sobre esta tierra las delicias del cielo, para que cautivado
por las dulces armonías de tu Corazón, la tierra para mí ya no sea tierra, sino
cielo!
Pero en medio de esas armonías dulcísimas y divinas siento que se te escapan
del Corazón dolorosos latidos: ¡Son las almas perdidas! ¡Oh Jesús, no permitas
que se pierdan más almas! Haz que cada latido de tu Corazón fluya en los suyos
y les haga sentir los latidos de la vida del cielo, así como lo siente tu amado
discípulo Juan y que atraídas por la suavidad y la dulzura de tu amor puedan
rendirse todas a ti.
¡Oh Jesús!, mientras me quedo en tu Corazón, dame también a mí, así como les
diste a tus apóstoles, el alimento de tu Divina Voluntad, el alimento de tu amor,
el alimento de tu divina palabra, y jamás, ¡oh Jesús mío!, me niegues este
alimento que tú mismo tanto deseas darme, para que puedas formar en mí tu
misma vida.
Dulce Bien mío, mientras estoy a tu lado, me doy cuenta de que lo que estás
comiendo junto con tus amados apóstoles es un cordero. Sí, es precisamente el
cordero que te representa; y así como en este cordero no queda ningún humor
vital por la fuerza del fuego, también tú, que eres el Cordero Místico y que por
las criaturas debes consumirte totalmente por la fuerza de tu amor, no te
quedarás ni siquiera con una gota de tu sangre, derramándola toda por amor
nuestro. De manera que nada de lo que haces deja de representar a lo vivo tu
dolorosísima pasión, teniéndola siempre presente en tu mente, en tu Corazón,
en todo; y eso me enseña, que si yo también tuviera siempre presente en mi
mente y en mi corazón el recuerdo de tu pasión, jamás me negarías el alimento
de tu amor.

¡Cuánto te doy gracias, oh Jesús mío! No pasas por alto ni un solo acto en el que
no me tengas presente y en el que además no quieras hacerme algún bien
especial. Por eso, te suplico que tu pasión esté siempre en mi mente, en mi
corazón, en mis miradas, en mis pasos y en mis obras, para que a donde quiera
que vaya, dentro y fuera de mí, te encuentre siempre presente para mí, y tú
dame la gracia de que yo jamás olvide lo que haz hecho y sufrido por mí, y que
ésta sea como un imán que, atrayendo todo mi ser hacía ti, me impida el poder
volver a alejarme de ti. Así sea.
Reflexiones y prácticas.
Antes de empezar a comer, unamos nuestras intenciones a las de nuestro bien
amado Jesús, imaginándonos que la boca de Jesús es la nuestra, y que movemos
nuestros labios y nuestras mejillas junto con las suyas.
Haciendo esto, no solamente atraeremos a nosotros la vida de Jesús, sino que
nos uniremos a él para darle al Padre toda la gloria, la alabanza, el amor, la
acción de gracias y la reparación que todas las criaturas deberían darle y que
Jesús hizo por nosotros en este acto al tomar los alimentos.
Imaginémonos también estar a su lado cuando estamos sentados en la mesa, y
que cada vez que lo miramos, le pedimos que divida con nosotros un bocado,
besamos la orilla de su manto, contemplamos cómo se mueven sus labios, sus
ojos celestiales o nos damos cuenta de cómo por momentos empalidece su
amabilísimo rostro al prever tantas ingratitudes humanas.
Así como Jesús durante la cena estaba hablando de su pasión, también
nosotros, cuando estemos comiendo haremos alguna reflexión de cómo hemos
estado haciendo las Horas de la Pasión. Los ángeles están siempre pendientes
sobre nosotros para recoger nuestras oraciones y nuestras reparaciones y
llevarlas a la presencia del Padre, tal como hacían cuando Jesús estuvo sobre la
tierra, para mitigar de algún modo su justa indignación por todas las ofensas
que recibe de parte de las criaturas. Y cuando hacemos oración, ¿podemos
decir que los ángeles están contentos, que hemos estado recogidos y
reverentes, de modo que ellos puedan llevar al cielo con gozo nuestras
oraciones, así como llevaban las de Jesús?, o más bien, ¿los hemos
entristecido?

Mientras Jesús comía, al ver a Judas que se iba a perder, se le rompía el
Corazón por el dolor, y en Judas veía a todas las almas que se iban a perder, y
puesto que no hubo cosa que más lo hiciera sufrir que la perdición de las almas,
no pudiendo contenerse, atrajo hacia su Corazón a Juan para en él hallar alivio.
Así también nosotros, como Juan, estaremos siempre cerca de él,
compadeciéndolo en todos sus sufrimientos, dándole alivio y haciéndolo reposar
en nuestros corazones; también haremos nuestras sus penas, nos fundiremos
en él, y así sentiremos los latidos de su Corazón Divino traspasado por la
perdición de las almas. Le daremos los latidos de nuestro corazón para sanar
sus heridas, y dentro de esas heridas pondremos a las almas que quieren
condenarse para que se conviertan y se salven.
Cada latido del Corazón de Jesús es un « te amo » que repercute en cada latido
del corazón de las criaturas y que quisiera encerrarlas a todas en su Corazón
para sentirse correspondido por sus latidos, pero el buen Jesús no es
correspondido por tantas almas y sus latidos quedan como sofocados y
amargados. Pidámosle a Jesús que selle nuestros latidos con su « te amo » para
que nuestro corazón pueda también vivir la vida de su Corazón y que
repercutiendo en el corazón de las criaturas, las obligue a decir: « ¡Te amo, oh
Jesús! ».
Es más, nos fundiremos en él y nos hará sentir su « te amo ». Es tan inmenso el
« te amo » de Jesús, que los cielos y la tierra están llenos de él, circula en los
santos, desciende al purgatorio; todos los corazones de las criaturas han sido
tocados por el « te amo » de Jesús y hasta los mismos elementos sienten vida
nueva, de modo que todos experimentan sus efectos.
Y Jesús, hasta en el respiro se siente como sofocado por la perdición de las
almas; así que nosotros le daremos nuestro respiro de amor para confortarlo, y
tomando su respiro, tocaremos a las almas que se apartan de sus brazos para
darles la vida de su respiro divino, para que en vez de huir, puedan regresar a
él y vivir todavía más unidos a él.
Y cuando nos sintamos en pena, sintiendo fatiga al respirar, pensemos entonces
en Jesús, que en su respiro contiene el respiro de todas las criaturas: también
él, cuando un alma se pierde, siente como que le falta el respiro; por eso
nosotros, pongamos nuestro respiro fatigoso y penante en el respiro de Jesús

para darle alivio y con nuestro dolor corramos en busca del pecador para
obligarlo a que se encierre en el Corazón de Jesús.
« Amado Bien mío, que mi respiro sea un grito constante a cada respiro de las
criaturas que las obligue a encerrarse en tu respiro divino ».
La primera palabra que Jesús amante dijo sobre la cruz fue la palabra del
perdón, para disculpar ante el Padre a todas las almas y para hacer que su
justicia se transformara en misericordia. Nosotros le ofreceremos todos
nuestros actos para pedir disculpa en favor de los pecadores, para que
enternecido por nuestra petición de perdón, ningún alma pueda irse al infierno.
Haremos la guardia junto con él a los corazones de las criaturas, para que nadie
lo ofenda.
Dejaremos que desahogue su amor aceptando de buena gana todo lo que
disponga de nosotros: frialdades, durezas, oscuridades, opresiones,
tentaciones, distracciones, calumnias, enfermedades y cualquier otra cosa,
para confortarlo por todo lo que recibe de parte de las criaturas. No es
solamente con el amor que Jesús se desahoga con las almas, sino que también
muchas veces, cuando siente el frío de las criaturas, busca un alma a la cual
hacerle sentir su frío y así desahogarse con ella, y si el alma lo acepta, se
siente reanimado de todas las frialdades de las criaturas y este frío será como
un guardia que cuide el corazón de las almas para hacer que Jesús sea amado
por ellas.
Otras veces Jesús siente la dureza de los corazones en el suyo y, no pudiéndola
contener, quiere desahogarse y viene a nosotros y con su Corazón toca el
nuestro, participándonos parte de su pena y nosotros haciendo nuestra su pena,
la pondremos alrededor del corazón del pecador, para ablandar su dureza de
corazón y conducirlo a Jesús.
« Mi bien amado Jesús, tú sufres tanto por la perdición de las almas, y yo, para
compadecerte, pongo a tu disposición todo mi ser; tomaré sobre mí tus penas y
las penas de todos los pecadores y así te daré un alivio y al pecador lo dejaré
abrazado a ti ».

« ¡Oh Jesús mío, haz que todo mi ser se derrita de amor, para que se convierta
en un alivio continuo para ti y endulce todas tus amarguras! ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus

ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 8 a las 9 de la noche
La Cena Eucarística
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Dulce Amor mío, incontentable siempre en tu amor, veo que al terminar la cena
legal, te pones de pie junto con tus amados discípulos y elevas al Padre el himno
de acción de gracias por haberles dado el alimento, queriendo así reparar por
todas las faltas de gratitud, por todas las veces que las criaturas no te

agradecen todos los recursos que nos proporcionas para la conservación de
nuestra vida corporal. Es por eso que tú, ¡oh Jesús!, en todo lo que haces, en
todo lo que tocas y ves, tienes siempre en tus labios estas palabras:
« ¡Gracias te sean dadas, oh Padre! ».
¡Oh Jesús!, también yo, unido a ti, tomaré estas palabras de tus mismos labios
y diré siempre y en todo: « Gracias, por mí y por todos », para continuar tu
misma reparación por las faltas de gratitud de las criaturas.
Lavatorio de los pies
Mas parece que tu amor no se da tregua; haces que de nuevo se sienten tus
amados discípulos, tomas una palangana con agua, y tomando una toalla blanca,
te postras a los pies de los apóstoles, en un acto tan humilde, que llamas la
atención de todo el cielo quedando estático. Hasta los mismos apóstoles se
quedan paralizados al verte postrado a sus pies... Pero dime Amor mío, ¿qué es
lo que quieres? ¿Qué es lo que pretendes hacer con este acto tan humilde?
¡Humildad jamás vista y que jamás se volverá a ver!
« ¡Ah, hijo mío! Quiero a todas las almas, y postrado a sus pies como un pobre
mendigo, se las pido a cada uno con insistencia, y llorando tramo inventos de
amor para llegar a hacerlas mías... Con este recipiente de agua mezclada con
mis lágrimas y postrado a sus pies, quiero lavarlas de toda imperfección y
prepararlas para recibirme en el sacramento que estoy por instituir. Es tan
importante para mí este acto de recibirme en la Eucaristía, que no quiero
confiarle este oficio ni a los ángeles y ni siquiera a mi querida Madre, sino que
yo mismo quiero purificar las almas de mis apóstoles, hasta las partes más
íntimas de su ser, para disponerlos a recibir el fruto del sacramento; y es
también mi intención preparar en los apóstoles a todas las almas ».
« Quiero reparar todas las obras santas, la administración de los sacramentos,
y especialmente todas las cosas hechas por los sacerdotes con espíritu de
soberbia, vacías de espíritu divino y de desinterés. ¡Ah, cuántas obras buenas
llegan a mí más para deshonrarme que para honrarme! ¡Más para hacerme
sufrir que para complacerme! ¡Más para darme muerte que para darme vida!
Estas son las ofensas que más me entristecen... ¡Oh alma!, numera todas las
ofensas más íntimas que se me hacen, y con mis mismas reparaciones, repara y
consuela mi Corazón lleno de amarguras ».
Afligido Bien mío, tu vida la hago mía y junto contigo quiero repararte por
todas esas ofensas. Quiero entrar en los escondrijos más íntimos de tu
Corazón divino y hacer una reparación con tu mismo Corazón por las ofensas
más íntimas y secretas que recibes de tus hijos predilectos. Jesús mío, quiero
seguirte en todo, y unido a ti, quiero hacer un recorrido por todas las almas que
te recibirán en la Eucaristía, quiero entrar en sus corazones, y poniendo mis
manos junto con las tuyas, ¡ah Jesús!, con esas mismas lágrimas tuyas
mezcladas en el agua con la que les lavaste los pies a tus apóstoles, lavemos a
las almas que te recibirán, purifiquemos sus corazones, prendámosles fuego,
sacudamos de ellas el polvo con el que se han ensuciado para que cuando te
reciban puedas hallar en ellas tus complacencias en lugar de amarguras.
Afectuoso Bien mío, pero mientras con toda atención les estás lavando los pies
a tus apóstoles, te miro y veo que otro dolor traspasa tu Corazón santísimo: los
apóstoles representan para ti a todos los futuros hijos de la Iglesia; cada uno
de ellos representaba la serie de cada uno de los males que iban a existir en la
Iglesia, y por lo tanto, la serie de cada uno de tus dolores: en uno las
debilidades, en otro los engaños o las hipocresías o el amor desmedido a los
intereses..., en San Pedro, el faltar a los buenos propósitos y todas las ofensas
de los jefes de la Iglesia, en San Juan las ofensas de los que te son más fieles,
en Judas a todos los apóstatas junto con toda la serie de los graves males
cometidos por éstos.
Tu Corazón está sofocado por tanto dolor y por tu amor, tanto, que no
pudiendo contenerte, te detienes a los pies de cada apóstol y lloras
amargamente, oras y reparas por cada una de estas ofensas y pides para todos
el remedio oportuno.
Jesús mío, también yo me uno a ti: hago mías tus oraciones, tus reparaciones y
los remedios oportunos que has solicitado para cada alma. Quiero mezclar mis
lágrimas con las tuyas para que nunca estés solo, sino que siempre me tengas
contigo para dividir tus penas.
Pero mientras sigues lavando los pies de tus apóstoles, dulce Amor mío, veo que
ya estás a los pies de Judas. Puedo oír tu respiro como sofocado... y veo que no

solamente estás llorando, sino que sollozas, y que mientras estás lavando esos
pies, los besas, te los estrechas al Corazón, y no pudiendo emitir palabra alguna
porque el llanto te sofoca, lo miras con tus ojos hinchados por las lágrimas, y
con el Corazón le dices:
« ¡Hijito mío, ah, te lo suplico con la voz de mis lágrimas, no te vayas al infierno!
¡Dame tu alma; postrado a tus pies te la pido! Dime, ¿qué es lo que quieres?,
¿qué es lo que pretendes? Te daré todo con tal de que no te pierdas. ¡Ah,
evítame este dolor, a mí, tu Dios! ».
Y vuelves a estrechar sus pies a tu Corazón... Pero viendo la dureza de Judas,
tu Corazón se ve en aprietos, tu amor te sofoca y estás a punto de desfallecer.
Corazón mío, Vida mía, déjame que te sostenga entre mis brazos. Me doy
cuenta de que estos son los inventos de tu amor que usas con los pecadores
obstinados... ¡Ah, Corazón mío!, mientras te compadezco y reparo por las
ofensas que recibes de las almas que se obstinan en no querer convertirse, te
suplico que recorramos juntos la tierra y en donde haya pecadores obstinados,
démosle a cada uno tus lágrimas para enternecerlos, tus besos y tus abrazos
de amor para encadenarlos a ti, de manera que ya no puedan huir de ti, y así te
consueles por el dolor que te causó la perdición de Judas.
La Institución de la Santísima Eucaristía
Jesús mío, gozo y delicia mía, veo que tu amor corre, vuela. Con el Corazón lleno
de dolor te levantas, y como que corres al altar en donde está preparado el pan
y el vino para la consagración. Corazón mío, veo que tomas un aspecto
totalmente nuevo y jamás visto; tu divina persona toma un aspecto tierno,
amoroso, afectuoso; tus ojos resplandecen de luz más que si fueran soles, tu
rostro encendido brilla, tus labios sonríen y arden de amor, y tus manos
creadoras se disponen a crear. Amor mío, estás totalmente transformado;
parece como si la divinidad se desbordara de tu humanidad. Corazón mío y Vida
mía, Jesús, este nuevo aspecto tuyo jamás visto llama la atención de todos los
apóstoles que subyugados por tan dulce encanto no se atreven ni siquiera a
respirar. Tu dulce Madre corre en espíritu a los pies del altar, para contemplar
los prodigios de tu amor. Los ángeles bajan del cielo y se preguntan unos a
otros:

« ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Es una verdadera locura, un exceso inaudito! Un Dios
que crea, no el cielo o la tierra, sino a sí mismo, ¿y dónde? Dentro de la materia
vilísima de poco pan y poco vino ».
Y mientras que todos están a tu alrededor, ¡oh Amor insaciable!, veo que tomas
el pan entre tus manos, se lo ofreces al Padre y oigo tu dulcísima voz que dice:
« Padre Santo, te doy gracias porque siempre escuchas a tu Hijo. Padre mío,
concurre conmigo. Tú un día me enviaste del cielo a la tierra para que me
encarnara en el seno de mi Madre y viniera a salvar a nuestros hijos; ahora
permíteme que me encarne en cada hostia para poder continuar su salvación y
ser vida de cada uno de mis hijos... ¡Mira, oh Padre!, me quedan pocas horas de
vida, ¿quién tendrá corazón para dejar a mis hijos huérfanos y solos? Sus
enemigos son muchos: las tinieblas, las pasiones, las debilidades a las que están
sujetos... ¿Quién podrá ayudarlos? ¡Ah, te lo suplico, déjame que me quede en
cada hostia para ser vida de cada uno de ellos! Para poner en fuga a sus
enemigos y ser para ellos luz, fuerza y ayuda en todo. De lo contrario, ¿a dónde
irán?, ¿quién los ayudará? Nuestras obras son eternas, mi amor es irresistible,
no puedo ni quiero dejar a mis hijos ».
Y el Padre, al oír la voz tierna y afectuosa de su Hijo, se enternece, desciende
del cielo y se encuentra ya sobre el altar junto con el Espíritu Santo para
concurrir con su Hijo. Y Jesús, con voz fuerte y conmovedora, pronuncia las
palabras de la consagración, y sin dejarse a sí mismo, se crea a sí mismo en ese
pan y en ese vino... Y después te das en la Comunión a tus apóstoles y creo que
nuestra querida Madre Celestial no se quedó sin recibirte. ¡Ah, Jesús, los cielos
se inclinan reverentes y todos te hacen un acto de adoración en este nuevo
estado tuyo de profundo anonadamiento!
Pero mientras tu amor queda complacido y satisfecho, ¡oh dulce Jesús!, no
teniendo ya nada más que hacer, veo, ¡oh Bien mío!, que sobre el altar, entre tus
manos, se encuentran todas las hostias consagradas que se perpetuarán hasta
el fin de los siglos, y en cada hostia veo que está desplegada toda tu dolorosa
pasión, pues las criaturas, a los excesos de tu amor, preparan excesos de
ingratitudes y de enormes delitos. Y yo, Corazón de mi corazón, quiero estar
siempre junto contigo en cada sagrario, en todos los copones y en cada hostia

consagrada que llegará a tener existencia hasta el final del mundo, para poder
ofrecerte mis actos de reparación conforme a las ofensas que recibes.
Por eso, Corazón mío, me pongo junto a ti y beso tu frente majestuosa. Pero al
besarte siento en mis labios el dolor de las espinas que coronan tu cabeza,
porque en esta hostia santa, ¡oh Jesús mío!, no es que te evitan ser coronado
de espinas como en la pasión. Veo que las criaturas vienen ante tu presencia
sacramental, y en vez de ofrecerte el homenaje de sus pensamientos, te
ofrecen sus malos pensamientos, y tú bajas de nuevo la cabeza como en la
pasión, para recibir las espinas de los malos pensamientos que las criaturas
tienen ante tu presencia sacramental. ¡Oh Amor mío!, también yo contigo bajo
la cabeza para compartir tus penas, y pongo todos mis pensamientos en tu
mente para sacarte estas espinas que te causan tanto dolor, y quiero que cada
uno de mis pensamientos fluya en cada uno de los tuyos para hacerte un acto
de reparación por cada pensamiento malo de las criaturas y endulzar así tus
pensamientos afligidos.
Jesús, Bien mío, beso tus hermosos ojos. En esta hostia santa, con esos ojos
tuyos llenos de amor, estás en espera de todos aquellos que vienen a tu
presencia para mirarlos con tus miradas de amor y así ser correspondido con el
amor de sus miradas amorosas. Pero, ¡cuántos vienen ante ti, y en lugar de
verte y buscarte a ti, se ponen a ver cosas que los distraen de ti quitándote el
gusto de intercambiar tus miradas con las suyas y tú lloras! Por eso, al besarte,
siento que mis labios se mojan con tus lágrimas. ¡Ah, Jesús mío, no llores!,
quiero poner mis ojos en los tuyos para compartir tus penas y llorar junto
contigo y hacer una reparación por todas las miradas distraídas, ofreciéndote
mis miradas teniéndolas siempre fijas en ti.
Jesús, Amor mío, beso tus santísimos oídos. Con mucha atención quieres
escuchar lo que las criaturas quieren de ti para consolarlas, y sin embargo,
ellas hacen llegar a tus oídos oraciones mal hechas, llenas de aprensiones y sin
verdadera confianza; oraciones hechas, en su mayoría, por rutina y sin vida; y
tus oídos en esta hostia santa se sienten molestados más todavía que durante
tu pasión. ¡Oh Jesús mío!, quiero tomar todas las armonías del cielo y ponerlas
en tus oídos para repararte por esas molestias; quiero poner mis oídos en los
tuyos, no sólo para compartir estas molestias, sino para estar siempre atento a
lo que quieres, a lo que sufres, y ofrecerte inmediatamente mi reparación y
consolarte.

Jesús, Vida mía, beso tu santísimo rostro y veo que está todo ensangrentado,
pálido e hinchado. ¡Ah!, las criaturas vienen ante tu presencia en esta hostia
santa y con sus posturas indecentes y las malas conversaciones que hacen ante
ti, en vez de honrarte, te dan bofetadas y te escupen, y tú, como en la pasión,
lleno de paz y con tanta paciencia, lo recibes y lo soportas todo... ¡Oh Jesús
mío!, no solamente quiero poner mi rostro junto al tuyo para acariciarte y
besarte cuando te den de bofetadas y limpiarte los salivazos cuando te
escupan, sino que quiero ponerlo en tu mismo rostro, para compartir contigo
estas penas; más aún, quiero hacer de mi ser tantos diminutos pedacitos, para
ponerlos ante ti como estatuas arrodilladas incesantemente y repararte tantos
deshonores que recibes en tu presencia sacramental.
Jesús mío, beso tu dulcísima boca, ¡ah!, veo que al entrar en el corazón de las
criaturas, el primer sitio en el que te apoyas es sobre la lengua. ¡Qué amargura
sientes al hallar tantas lenguas mordaces, impuras y malas! Sientes como que
te sofocas cuando te hallas en esas lenguas, y peor aún cuando desciendes a
sus corazones. ¡Oh Jesús!, si me fuera posible, quisiera encontrarme en la boca
de cada criatura para endulzarte y repararte cualquier ofensa que recibas.
Fatigado Bien mío, beso tu santísimo cuello y veo que estás cansado, agotado y
del todo ocupado en tu quehacer de amor. Dime, ¿qué haces?
Y Jesús: « Hijo mío, trabajo desde la mañana hasta la noche formando
continuas cadenas de amor, para que cuando las almas vengan a mí, encuentren
ya preparada mi cadena de amor que las encadenará a mi Corazón. Pero, ¿sabes
qué es lo que me hacen? Muchos toman a mal mis cadenas y se liberan de ellas
por la fuerza y las rompen, y puesto que estas cadenas están atadas a mi
Corazón, yo me siento torturado y deliro; y mientras hacen pedazos mis
cadenas, haciendo que todo el trabajo que hago en este sacramento fracase,
ellos en cambio buscan las cadenas de las criaturas incluso ante mi presencia,
sirviéndose de mí para lograr su intento. Todo esto me causa tanto dolor que
me sube la fiebre violentamente al grado que me hace desfallecer y delirar ».
¡Cuánto te compadezco, oh Jesús! Tu amor se siente extremadamente
agobiado, ¡ah!, para consolarte por tu trabajo y para hacer una reparación
cuando rompen tus cadenas de amor, te suplico que encadenes mi corazón con

todas esas cadenas, para poder ofrecerte por todos mi correspondencia de
amor.
Jesús mío, Arquero Divino, beso tu pecho; es tanto y tan grande el fuego que
contiene, que para darle un poco de desahogo a sus llamas que se elevan
demasiado alto, tú, queriendo descansar un poco de tu trabajo, quieres también
ponerte a jugar en el sacramento. Y tu juego es hacer flechas, dardos y saetas,
para que cuando las criaturas vengan a ti, tú te pongas a jugar con ellas,
haciendo salir de tu pecho tus flechas para enamorarlas, y cuando las reciben
te pones de fiesta y tu juego está hecho; pero muchos, ¡oh Jesús!, las
rechazan, correspondiéndote con flechas de frialdad, dardos de tibieza y
saetas de ingratitud, y tú quedas tan afligido que lloras porque las criaturas
hacen que tu juego de amor fracase. ¡Oh Jesús, aquí está mi pecho dispuesto a
recibir no solamente las flechas destinadas para mí, sino también las que los
demás rechazan, de modo que tus juegos ya no volverán a fracasar, y para
corresponderte quiero repararte por todas las frialdades, las tibiezas y las
ingratitudes que recibes!
¡Oh Jesús!, beso tu mano izquierda y quiero reparar por el uso del tacto ilícito
y no santo hecho en tu presencia y te ruego que con esta mano me tengas
siempre abrazado a tu Corazón.
¡Oh Jesús!, beso tu mano derecha, queriendo reparar por todos los sacrilegios,
en modo particular por las Santas Misas mal celebradas. ¡Amor mío, cuántas
veces te ves forzado a bajar del cielo a las manos del sacerdote, que en virtud
de la potestad que le has dado te llama, y al venir encuentras sus manos llenas
de fango y de inmundicia, y aunque tú sientes la nausea de estar en esas manos,
tu amor te obliga a permanecer en ellas...! Es más, en ciertos sacerdotes es
peor, porque encuentras en ellos a los sacerdotes de tu pasión, que con sus
enormes delitos y sacrilegios renuevan el deicidio. Jesús mío, es espantoso el
sólo pensar que una vez más, como en la pasión, te encuentras en esas manos
indignas como un manso corderito aguardando de nuevo tu muerte. ¡Ah Jesús,
cuánto sufres! ¡Cómo quisieras una mano amante que te liberara de esas manos
sanguinarias! Te suplico que cuando te encuentres en esas manos hagas que yo
también me encuentre presente para hacerte una reparación. Quiero cubrirte
con la pureza de los ángeles, quiero perfumarte con tus virtudes para
contrarrestar la pestilencia de esas manos y ofrecerte mi corazón para que
encuentres ayuda y refugio, y mientras estés en mí yo te pediré por los

sacerdotes para que sean dignos ministros tuyos, y por lo tanto para que no
vuelvan a poner en peligro tu vida sacramental.
¡Oh Jesús!, beso tu pie izquierdo y quiero reparar por quienes te reciben por
pura rutina y sin las debidas disposiciones.
¡Oh Jesús!, beso tu pie derecho y te reparo por quienes te reciben para
ultrajarte. Cuando se atrevan a hacerlo, te suplico que repitas el milagro que
hiciste cuando Longinos te atravesó el Corazón con la lanza, que al flujo de
aquella sangre que brotó, al tocarle los ojos lo convertiste y lo sanaste; así
también, que cuando se acerquen a comulgar, apenas los toques
sacramentalmente, conviertas sus ofensas en amor.
¡Oh Jesús!, beso tu Santísimo Corazón, el cual es el centro en el que confluyen
todas las ofensas, y quiero repararte por todo y por todos correspondiéndote
con mi amor, y estando siempre unido a ti quiero compartir tus penas. ¡Ah, te
suplico, Celestial Arquero de amor, que si se me escapa ofrecerte mis
reparaciones por alguna ofensa, me tomes prisionero en tu Corazón y en tu
Voluntad, para que no se me pueda escapar nada! Le pediré a nuestra dulce
Madre que me mantenga alerta y junto con ella repararemos por todo y por
todos; juntos te besaremos y te defenderemos alejando de ti todas las oleadas
de amarguras que por desgracia recibes de parte de las criaturas.
¡Ah Jesús!, recuerda que yo también soy un pobre encarcelado, aunque es
cierto que tu cárcel es más estrecha, cual lo es el breve espacio de una hostia;
por eso, enciérrame en tu Corazón y con las cadenas de tu amor, quiero que no
solamente me encadenes, sino que ates uno por uno mis pensamientos, mis
afectos, mis deseos; inmovilízame las manos y los pies encadenándolos a tu
Corazón, para no tener más manos ni pies que los tuyos. De manera que mi
cárcel ha de ser tu Corazón; mis cadenas, el amor; las rejas que absolutamente
me impedirán salir, tu Voluntad Santísima y sus llamas, mi alimento, mi respiro,
mi todo; así que ya no volveré a ver otra cosa que llamas, ni volveré a tocar más
que fuego, el cual me dará vida y muerte, tal como tú la sufres en la hostia y
así te daré mi vida. Y mientras yo me quedaré prisionero en ti, tú quedarás
libre en mí. ¿No ha sido ésta tu intención al haberte encarcelado en la hostia,
el ser desencarcelado por las almas que te reciben, recibiendo tú la vida en
ellas? Por eso, como muestra de tu amor, bendíceme y dame un beso, y yo te
abrazo y me quedo en ti.

¡Oh mi dulce Corazón!, veo que después de haber instituido el Santísimo
Sacramento y de haber visto la enorme ingratitud y las ofensas de las
criaturas ante los excesos de tu amor, a pesar de que quedas herido y
amargado, no retrocedes, al contrario, quisieras ahogarlo todo en la inmensidad
de tu amor.
Te veo, oh Jesús, que te das a ti mismo a tus apóstoles en la Comunión, y
después les dices que lo que tú has hecho ellos también lo deben hacer,
dándoles así la potestad de consagrar; de éste modo los ordenas sacerdotes e
instituyes otros sacramentos. De manera que piensas en todo y reparas por
todo: por las predicaciones mal hechas, por los sacramentos administrados y
recibidos sin las debidas disposiciones y que por lo tanto quedan sin producir
sus efectos, por las vocaciones equivocadas de los sacerdotes, sea por parte de
ellos que por parte de quienes los ordenan sin haber usado todos los medios
para conocer las verdaderas vocaciones. ¡Ah, Jesús, no se te olvida nada y yo
quiero seguirte y repararte por todas estas ofensas!
Y así, después de haber hecho todo, te encaminas hacia el huerto de Getsemaní
en compañía de tus apóstoles, para dar inicio a tu dolorosa pasión. Yo te seguiré
en todo para hacerte fiel compañía.
Reflexiones y prácticas.
Jesús está escondido en la hostia para darle la vida a todos y en su
ocultamiento abraza todos los siglos y da luz a todos. Así también nosotros,
escondiéndonos en él, con nuestras reparaciones y oraciones daremos luz y vida
a todos, incluso a los mismos herejes e infieles, porque Jesús no excluye a
nadie.
¿Qué hacer mientras nos escondemos? Para hacernos semejantes a Jesucristo
debemos esconder todo en él, es decir, pensamientos, miradas, palabras,
latidos, afectos, deseos, pasos y obras, y hasta nuestras oraciones debemos
esconderlas en las de Jesús. Y así como nuestro amante Jesús en la Eucaristía
abraza todos los siglos, también nosotros los abrazaremos; abrazados a él
seremos el pensamiento de cada mente, la palabra de cada lengua, el deseo de
cada corazón, el paso de cada pie, el obrar de cada brazo. Haciendo esto

apartaremos del Corazón de Jesús el mal que las criaturas quisieran hacerle,
tratando de sustituir todo el mal con el bien que podremos hacer, de modo que
incitemos a Jesús a darles a todas las almas salvación, santidad y amor.
Nuestra vida, para corresponder a la vida de Jesús, debe estar totalmente
uniformada a la suya. El alma, con la intención, debe hallarse en todos los
tabernáculos del mundo, para hacerle compañía a Jesús constantemente y
ofrecerle alivio y reparación incesante y así, con esta intención, debemos hacer
todas nuestras acciones del día.
El primer tabernáculo somos nosotros, nuestro corazón; por eso es necesario
que estemos muy atentos a todo lo que el buen Jesús quiera hacer en nosotros.
Muchas veces, Jesús, estando en nuestro corazón, nos hace sentir la necesidad
de la oración. Es él mismo que quiere orar y que quiere que estemos con él, casi
fundiéndonos en él, con nuestra voz, con nuestros afectos, con todo nuestro
corazón, para hacer que nuestra oración sea una sola con la suya. Así, para
honrar la oración de Jesús, estaremos muy atentos en prestarle todo nuestro
ser, de manera que pueda elevar al cielo su oración por medio de nosotros para
hablar con su Padre y para renovar en el mundo los efectos de su misma
oración.
También es necesario que estemos atentos a cada movimiento de nuestro
interior, porque Jesús a veces nos hace sufrir, otras veces quiere que oremos o
nos hace sentir un cierto estado de ánimo y luego otro diferente, todo para
poder repetir en nosotros su misma vida.
Supongamos que Jesús nos ponga la ocasión de ejercitarnos en la paciencia: él
recibe tales y tantas ofensas de parte de las criaturas, que se siente obligado
a echar mano de los flagelos divinos para castigar a las criaturas, y es entonces
cuando nos da la ocasión de ejercitar la paciencia, de manera que nosotros
debemos honrarlo soportando todo en paz tal como lo soporta Jesús, y así
nuestra paciencia le arrebatará de la mano los flagelos que las demás criaturas
atraen sobre sí mismas, porque en nosotros él ejercitará su misma paciencia
divina. Y como con la paciencia, así también con las demás virtudes. Jesús
amante, en el Sacramento de la Eucaristía, ejercita todas las virtudes y
nosotros obtendremos de él la fortaleza, la mansedumbre, la paciencia, la
tolerancia, la humildad, la obediencia, etc.

Nuestro buen Jesús nos da su propia carne como alimento y nosotros como
alimento le daremos amor, le daremos nuestra voluntad, nuestros deseos,
nuestros pensamientos y nuestros afectos; así competiremos en amor con
Jesús. No dejaremos entrar nada en nosotros sino solamente a él, de manera
que todo lo que hagamos debe servir para alimentar a nuestro amado Jesús.
Nuestro pensamiento debe alimentar el pensamiento divino, es decir, pensando
que Jesús está escondido en nosotros y que quiere como alimento nuestros
pensamientos; de modo que pensando santamente, alimentaremos el
pensamiento divino. La palabra, los latidos del corazón, los afectos, los deseos,
los pasos que damos, las obras que hacemos, todo debe servir para alimentar a
Jesús y debemos poner la intención de alimentar en Jesús a todas las
criaturas.
« ¡Oh dulce Amor mío!, tú en esta hora transubstanciaste el pan y el vino en ti
mismo; ¡Ah, haz oh Jesús, que todo lo que yo diga y haga, sea una continua
consagración tuya en mí y en las almas! ».
« Dulce Vida mía, cuando vengas a mí, haz que cada uno de los latidos de mi
corazón, cada deseo, cada afecto, cada pensamiento y cada palabra, pueda
sentir la potencia de la consagración sacramental, de manera que, consagrado
todo mi ser, se transforme en hostia viva para darte a las almas ».
« ¡Oh Jesús, dulce Amor mío!, haz que yo sea tu pequeña hostia para que como
hostia viva pueda encerrarte totalmente en mí ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús

mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 9 a las 10 de la noche
La primera hora de Agonía en el Huerto de Getsemaní
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,

ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Oración de preparación antes de cada hora del Huerto
Afligido Jesús mío, me siento atraído como por una corriente eléctrica a este
huerto... Comprendo que tú me llamas, cual potente imán sobre mi corazón
herido y yo corro, pensando dentro de mí:
¿Qué es lo que siento en mí que me atrae con tanto amor? Ah, tal vez mi
perseguido Jesús se halla en tal estado de amargura, que siente necesidad de
mi compañía.
Y yo vuelo. Mas... me siento aterrorizado al entrar en este huerto. La oscuridad
de la noche, la intensidad del frío, el movimiento lento de las hojas, que como
voces de lamento anuncian penas, tristezas y muerte para mi afligido Jesús.
Las estrellas, con su dulce centelleo como ojos llorosos, están atentas a
mirarlo, y haciendo eco a las lágrimas de Jesús, me reprocha mis ingratitudes.
Y yo tiemblo y a tientas lo busco y lo llamo:
Jesús, ¿dónde estás? Me llamas, ¿y no te dejas ver? Me llamas, ¿y te
escondes?

Todo es terror; todo es espanto y silencio profundo... Pero poniendo atención
para ver qué oigo, puedo percibir un respiro afanoso, y es precisamente a
Jesús a quien encuentro. Pero, ¡qué cambio tan terrible! Ya no es el dulce Jesús
de la cena Eucarística, cuyo rostro resplandecía con una hermosura
arrebatadora y deslumbrante, sino que ahora se encuentra triste y de una
tristeza mortal que desfigura su belleza natural. Ya agoniza y yo me siento
turbado al pensar que tal vez no vuelva a escuchar su voz, porque parece que
muere. Por eso me abrazo a sus pies y haciéndome más audaz, me acerco a sus
brazos, le pongo mi mano en la frente para sostenerlo y en voz baja lo llamo: «
¡Jesús, Jesús! ».
Y él, sacudido por mi voz, me mira y me dice:
« Hijo, ¿estás aquí? Te estaba esperando y ésta era la tristeza que más me
oprimía: el completo abandono de todos; y te estaba esperando a ti para hacer
que fueras espectador de mis penas y que bebieras junto conmigo el cáliz de
las amarguras que mi Padre Celestial me enviará dentro de poco por medio del
Ángel; lo tomaremos juntos, poco a poco, porque no será un cáliz de consuelo
sino de intensa amargura, y siento la necesidad de que algún alma que
verdaderamente me ame beba de él por lo menos alguna gota... Es por eso que
te he llamado, para que tú la aceptes y compartas conmigo mis penas y para que
me asegures que no me vas a dejar solo en tanto abandono ».
¡Ah, sí, mi afligido Jesús, beberemos juntos el cáliz de tus amarguras,
sufriremos tus penas y jamás me separaré de tu lado!
Y mi afligido Jesús, ya seguro de mí, entra en agonía mortal y sufre penas
jamás vistas u oídas. Y yo, no pudiendo resistir y queriendo compadecerlo y
darle un alivio, le digo: ¡Oh Jesús mío, amor mío!, dime, ¿por qué estás tan
triste, tan afligido y solo en este huerto y en esta noche? Es la última noche de
tu vida sobre la tierra; pocas horas te quedan para dar inicio a tu pasión...
Pensaba encontrar por lo menos a tu Madre Celestial, a la apasionada
Magdalena, a tus fieles apóstoles, mas por el contrario, te encuentro solo, solo,
agobiado por una tristeza que te hace morir despiadadamente, sin hacerte
morir. ¡Oh, Bien mío y Todo mío!, ¿no me respondes? ¡Háblame! Pero parece que
te falta la palabra, tanta es la tristeza que te oprime... ¡Oh, Jesús mío!, esa
mirada tuya, llena de luz, sí, pero afligida e indagadora, que tal parece que

busque ayuda, tu rostro tan pálido, tus labios abrasados por el amor, tu divina
persona que tiembla de pies a cabeza, tu Corazón que late fuertemente, y cada
uno de estos latidos tuyos que busca almas con tanto afán que parece que de un
momento a otro vas a expirar, todo, todo me dice que tú estás solo y que
quieres mi compañía...
Aquí me tienes, oh Jesús, junto a ti, soy todo tuyo. Pero mi corazón no resiste
al verte tirado por tierra; te tomo en mis brazos y te abrazo a mi corazón;
quiero contar uno por uno todos tus afanes; una por una todas las ofensas que
se presentan ante ti, para ofrecerte por cada una un alivio, una reparación y
por lo menos para ofrecerte mi compañía.
Pero, ¡oh Jesús mío!, mientras te tengo entre mis brazos tus sufrimientos
aumentan. Siento que corre por tus venas un fuego, siento cómo hierve tu
sangre queriendo romper las venas para salir. Dime, Amor mío, ¿qué tienes? No
veo azotes, ni espinas, ni clavos, ni cruz y sin embargo, apoyando mi cabeza
sobre tu Corazón, siento clavadas en tu cabeza terribles espinas, flagelos
despiadados que no dejan a salvo ni una sola parte ni dentro ni fuera de tu
divina persona, y tus manos retorcidas y desfiguradas peor que si estuvieran
clavadas... Dime, dulce Bien mío, ¿quién es el que tiene tanto poder, incluso en
tu interior, para poder atormentarte tanto y hacerte sufrir tantas muertes
por cuantos tormentos te hace sufrir?
Ah, me parece que el bendito Jesús, abriendo sus labios débiles y moribundos,
me dice:
« Hijo mío, ¿quieres saber quién es el que me atormenta mucho más que los
mismos verdugos? Es más, ¡ellos no harán nada en comparación con lo que ahora
sufro! Es el Amor Eterno, que queriendo tener la supremacía sobre todo, me
está haciendo sufrir todo junto y hasta en lo más íntimo de mi ser, lo que los
verdugos me harán sufrir poco a poco. ¡Ah, hijo mío! Es el amor que prevalece
totalmente sobre mí y en mí: el amor es para mí clavo, flagelo y corona de
espinas; el amor es para mí todo; el amor es mi pasión perenne, mientras que la
de los hombres será temporal... Hijo mío, entra en mi Corazón, ven y piérdete
en los abismos de mi amor: solamente en mi amor llegarás a comprender cuánto
he sufrido y cuánto te he amado, y aprenderás a amarme y a sufrir sólo por
amor ».

¡Oh Jesús mío!, puesto que me llamas a entrar en tu Corazón para ver todo lo
que el amor te hizo sufrir, yo entro, y entrando veo las maravillas del amor, el
cual te corona la cabeza no con espinas materiales, sino con espinas de fuego;
te flagela no con cuerdas, sino con flagelos de fuego; te crucifica no con clavos
de hierro, sino de fuego... Todo es fuego que penetra hasta en la médula de tus
huesos y que convirtiendo toda tu santísima humanidad en fuego, te causa
penas mortales, ciertamente más que durante toda tu pasión y, al mismo
tiempo, prepara un baño de amor para todas las almas que quieran lavarse de
cualquier mancha y obtener el derecho de ser hijos del amor.
¡Oh Amor infinito, me siento retroceder ante tal inmensidad de amor y veo que
para poder entrar en el amor y comprenderlo, debería ser todo amor; mas no lo
soy, oh Jesús mío! Pero como de todas maneras quieres mi compañía y quieres
que entre en ti, te suplico que me transformes totalmente en amor.
Por eso, te suplico que corones mi cabeza y cada uno de mis pensamientos con
la corona del amor. Te pido, oh Jesús, que con el flagelo del amor flageles mi
alma, mi cuerpo, mis potencias, mis sentimientos, mis deseos, mis afectos, en
fin, que todo en mí quede flagelado y marcado por tu amor. Haz, oh Amor
interminable, que no haya cosa alguna en mí que no tome vida del amor... ¡Oh
Jesús!, centro de todos los amores, te suplico que claves mis manos y mis pies
con los clavos del amor, para que clavado del todo en el amor, en amor me
convierta, el amor comprenda, de amor me vista, de amor me alimente y el amor
me tenga clavado en ti totalmente, para que ninguna cosa, dentro y fuera de mí,
se atreva a desviarme o a apartarme del amor, oh Jesús.
Reflexiones y prácticas.
En esta hora, Jesucristo, abandonado por el Padre Eterno sufrió un tal
incendio de ardientísimo amor, que habría podido destruir todos los pecados,
incluyendo los imaginables y posibles, habría podido inflamar de amor a todas
las criaturas de mil mundos y a todos los que están en el infierno si no se
hubieran obstinado en su propio capricho.

Entremos en Jesús y después de haber penetrado hasta en las partes más
íntimas de su ser, en sus latidos de fuego, en su inteligencia encendida,
tomemos este amor y revistámonos dentro y fuera con el fuego que encendía a
Jesús. Luego, saliendo fuera de él y fundiéndonos en su Voluntad,
encontraremos a todas las criaturas; démosle a cada una el amor de Jesús y
tocando sus mentes y sus corazones con este amor, tratemos de
transformarlas a todas en amor; y del mismo modo con cada deseo, con cada
latido del corazón, con cada pensamiento de Jesús: démosle vida a Jesús en el
corazón de cada criatura.
Luego le llevaremos a Jesús a todas las criaturas en las que él mismo vive en su
corazón y presentándoselas a él le diremos: « ¡Oh Jesús, te traemos a todas
las criaturas que te tienen en su corazón, para que halles alivio y consuelo; no
sabemos de qué otro modo poder darle un alivio a tu amor, sino sólo poniendo a
todas las criaturas en tu Corazón! ». Haciendo así, le ofreceremos un
verdadero alivio a Jesús, pues es muy grande el fuego que lo consume y que lo
hace decir incesantemente: « Me consumo de amor y no hay quién lo haga suyo.
¡Ah, déjenme descansar un poco, reciban mi amor y denme amor! ».
Para conformar toda nuestra vida a la de Jesús debemos entrar en nosotros
mismos para aplicarnos estas reflexiones: ¿Podemos decir que en todo lo que
hacemos fluye en nosotros continuamente el amor que corre entre Dios y
nosotros? Nuestra vida es un flujo continuo de amor que recibimos de Dios; si
nos ponemos a pensar, todo es un flujo de su amor, cada latido del corazón es
amor, la palabra es amor, todo lo que hacemos es amor, todo lo recibimos de
Dios, y todo, es amor; pero, ¿vuelven a Dios todas nuestras acciones? ¿Puede
hallar Jesús en nosotros el dulce encanto de su amor que fluye hacia él, para
que extasiado por este encanto nos colme de su amor con mucho más
abundancia?
Si en todo lo que hemos hecho, no hemos puesto la intención de fluir junto al
amor de Jesús, entrando en nosotros mismos le pediremos perdón por haber
hecho que perdiera el dulce encanto de su amor hacia nosotros.
¿Hemos dejado que las manos divinas nos modelen como a la humanidad de
Cristo? Todo lo que sucede en nosotros, excepto el pecado, debemos tomarlo
como parte de la obra divina en nosotros, de lo contrario negamos la gloria del
Padre, hacemos que se aleje de nosotros la vida divina y perdemos la santidad.

Todo lo que sentimos en nosotros, inspiraciones, mortificaciones y gracias, no
es más que la obra del amor; y nosotros ¿lo tomamos todo así como Dios lo
quiere? ¿Le damos a Jesús la libertad de hacer lo que quiera en nosotros o por
el contrario, todo lo vemos en modo humano, o como si fueran cosas
indiferentes rechazamos la obra divina, y de este modo, obligamos a Dios a
estarse cruzado de brazos? ¿Nos abandonamos en sus brazos como si
estuviéramos muertos para recibir todos los flagelos que él quiera mandarnos
para nuestra santificación?
« Amor mío, que tu amor me inunde por todos lados y queme en mí todo lo que
no es tuyo, y haz que mi amor fluya siempre hacia ti para quemar todo lo que
pueda entristecer tu Corazón ».
Oración de agradecimiento después de cada Hora de la Agonía en el Huerto
¡Oh dulcísimo Señor mío!, te doy gracias por haberte dignado a tenerme por
compañía durante al menos una hora de tu tremenda agonía en el huerto de
Getsemaní. ¡Ah, demasiado poco consuelo has hallado en mí, oh mi buen Jesús!,
pero tu infinito amor y la sobreabundante caridad de tu piadosísimo Corazón,
hace que hasta en el más pequeño acto de compasión que la criatura te ofrezca
encuentres alivio. ¡Ah, jamás podré olvidar la vista de tu adorable persona
cuando se encontraba temblando, abatida, abrumada, humillada hasta el polvo y
toda llena de sudor de sangre en la terrible oscuridad del huerto! ¡Oh Jesús,
he podido experimentar que el estar contigo en tus sufrimientos, el sentir
aunque sea una sola gota de la amargura llena de angustia de tu Corazón Divino,
es la suerte más grande que se puede llegar a tener sobre la tierra!
¡Oh Jesús, renuncio generosamente a todas las cosas terrenas y fáciles! ¡Te
quiero solamente a ti, oprimido, penante y afligido Señor mío, y quiero
acompañarte fielmente desde este huerto hasta el Calvario!
¡Oh Jesús!, haz que yo también sea capturado junto contigo; arrastrado contigo
de tribunal en tribunal; hazme partícipe de los ultrajes, los insultos, los
salivazos y las bofetadas que tus enemigos te harán sufrir; condúceme contigo
de Pilato a Herodes y de Herodes a Pilato; átame junto contigo a la columna y
haz que yo sienta parte de la flagelación; dame algunas de tus espinas; haz que
yo también sea condenado a morir crucificado junto contigo: tú cual víctima de

amor por mí y yo cual víctima expiatoria por mis pecados; concédeme tener la
misma suerte del Cirineo para seguirte hasta el Calvario y que junto a ti yo sea
clavado sobre la cruz, agonice y muera contigo.
¡Oh Madre Dolorosa!, tú que me has ayudado a tener compasión de Jesús
agonizante en el huerto, ayúdame a estar junto contigo crucificado sobre la
misma cruz de Jesús y a saber ofrecerle las reparaciones más dignas, junto
con los mismos méritos de su pasión y muerte de cruz. Amén.
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.

Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 10 a las 11 de la noche
La segunda hora de Agonía en el Huerto de Getsemaní
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.

Oración de preparación
Oración de preparación antes de cada hora del Huerto
¡Oh dulce Jesús mío!, ya desde hace una hora estás en este huerto. El amor ha
tomado la supremacía sobre todo, haciéndote sufrir todo junto lo que los
verdugos te harán sufrir en el curso de tu amarguísima pasión; es más, ha
llegado a suplir y a hacerte sufrir todo lo que ellos no podrán hacer en las
partes más íntimas de tu divina persona.
¡Oh Jesús mío!, veo que tus pasos vacilan, mas sin embargo, quieres caminar.
Dime, Bien mío, ¿a dónde quieres ir? ¡Ah!, ya comprendo, vas en busca de tus
amados discípulos; yo quiero acompañarte para sostenerte por si tú vacilas.
Pero, ¡oh Jesús mío, tu Corazón se encuentra con otra triste amargura!, ellos
duermen, y tú, siempre piadoso, los llamas, los despiertas y con amor paternal
los reprendes y les recomiendas la vela y la oración; y al regresar al huerto
llevas ya otra herida en el Corazón, y en esta herida, oh Amor mío, veo todas
las heridas que recibes de las almas consagradas, que por tentación, por el
estado de ánimo en que se encuentran o por la falta de mortificación, en vez de
abrazarse a ti, en vez de velar y orar, se abandonan a sí mismas, y por el sueño,
en vez de progresar en el amor y unirse más a ti, retroceden... ¡Cuánto te
compadezco, oh Amor apasionado!, y te reparo por todas las ingratitudes de
quienes te son más fieles. Estas son las ofensas que más entristecen tu
Corazón adorable y es tal y tanta la amargura, que te hacen delirar.
Pero, ¡oh Amor infinito!, tu amor, que ya hierve entre tus venas, triunfa sobre
todo y olvida todo. Te veo postrado por tierra y oras, te ofreces, reparas y
tratas de glorificar al Padre en todo, por todas las ofensas que recibe de parte
de todas las criaturas. También yo, ¡oh Jesús mío!, me postro junto contigo y
unido a ti quiero hacer lo mismo que tú haces.
¡Oh Jesús, delicia de mi corazón!, veo que toda la multitud de nuestros
pecados, de nuestras miserias, de nuestras debilidades, de los más enormes
delitos y de las más negras ingratitudes, te salen al encuentro y se arrojan
sobre ti, te aplastan, te hieren, te muerden; y tú, ¿qué haces? La sangre que te
hierve entre las venas hace frente a todas estas ofensas, rompe las venas y
empieza a salir abundantemente, hasta bañar todo tu cuerpo y correr por
tierra, dando sangre por cada ofensa, vida por cada muerte... ¡Ah, Amor mío,

hasta qué estado has quedado reducido! ¡Estás por expirar! ¡Oh Bien mío, dulce
Vida mía, no te mueras!, levanta tu rostro de esa tierra bañada con tu
preciosísima sangre; ven a mis brazos y haz que yo muera en tu lugar... Pero,
oigo la voz temblorosa y moribunda de mi dulce Jesús que dice:
« Padre, si es posible, pase de mí este cáliz; mas, hágase, no mi voluntad, sino la
tuya ».
Es la segunda vez que oigo estas palabras de mi dulce Jesús. Pero, ¿qué es lo
que me quieres dar a entender al decir: « Padre, si es posible pase de mí este
cáliz »? ¡Oh Jesús!, se presentan ante ti todas las rebeliones de las criaturas;
ves rechazado por casi todos ese « hágase tu Voluntad » que debía ser la vida
de cada criatura, quienes en vez de encontrar la vida, hallan la muerte; y tú,
queriendo darles la vida a todos y hacer una solemne reparación al Padre por
todas las rebeliones de las criaturas, por tres veces repites:
« Padre, si es posible, pase de mí este cáliz », es decir, que las almas al
apartarse de nuestra Voluntad se pierdan; este cáliz es para mí muy amargo,
mas sin embargo, « Non mea voluntas sed tua Fiat ».
Pero mientras dices esto, es tal y tan grande tu dolor, que te reduce hasta el
extremo, te hace agonizar y estás a punto de dar el último respiro...
¡Oh Jesús mío, Bien mío!, ya que estás entre mis brazos, también yo quiero
unirme a ti; quiero repararte y compadecerte por todas las faltas y los pecados
que se cometen contra tu Santísima Voluntad y al mismo tiempo quiero
suplicarte que yo siempre haga en todo tu Voluntad. Que tu Voluntad sea mi
respiro, mi aire, mi palpitar, mi corazón, mi pensamiento, mi vida y mi muerte...
Pero, ¡no te mueras, oh Jesús mío! ¿A dónde podría ir sin ti? ¿A quién
recurriría, quién podría ayudarme? Todo acabaría para mí. ¡Ah, no me dejes!,
tenme como quieras, como a ti más te guste, pero tenme siempre, siempre
contigo; que jamás vaya a suceder ni por un instante que me quede separado de
ti. Déjame mejor endulzar tus amarguras, repararte y compadecerte por
todos, porque veo que todos los pecados de toda clase pesan sobre ti.
Por eso, Amor mío, beso tu santísima cabeza, pero, ¿qué es lo que veo? ¡Ah!, son
todos los malos pensamientos, y tú sientes horror por cada uno de ellos. Cada
pensamiento malo es una espina que hiere cruelmente tu sacratísima cabeza y

que no se podrá comparar con la corona de espinas que te pondrán los judíos.
¡Cuántas coronas de espinas ponen en tu cabeza los malos pensamientos de las
criaturas! Tanto, que te sigue saliendo sangre por todas partes, por la frente y
hasta por los cabellos. ¡Oh Jesús mío!, quisiera ponerte una corona de gloria
por cada pensamiento malo y, para darte alivio, te ofrezco todas las
inteligencias angélicas y tu misma inteligencia divina para ofrecerte compasión
y reparación por todos.
¡Oh Jesús!, beso tus ojos piadosos, y en ellos veo todas las malas miradas de
las criaturas, las cuales hacen correr sobre tu rostro lágrimas de sangre; te
compadezco y quisiera dar alivio a tu vista poniéndote delante todos los gustos
que se pueden encontrar en el cielo y en la tierra.
Jesús, Bien mío, beso tus sacratísimos oídos, pero, ¿qué es lo que oigo? ¡Ah!, es
el eco de las horribles blasfemias, de los gritos de venganza y de las calumnias;
no hay una sola voz que no haga eco en tus castísimos oídos. ¡Oh Amor
insaciable!, te compadezco y quiero consolarte haciendo repercutir en tus oídos
el eco de todas las armonías del cielo, la dulcísima voz de tu querida Madre
Santísima, el tono encendido de amor de la Magdalena y el de todas las almas
que te aman.
Jesús, Vida mía, quiero darte un beso aún más ferviente en tu divino rostro,
cuya belleza no tiene par. ¡Ah!, este es el rostro ante el cual los ángeles no se
atreven a levantar la mirada, siendo tal y tanta su belleza que los extasía. Y sin
embargo, las criaturas lo cubren de salivazos, lo colman de bofetadas y lo
pisotean. ¡Amor mío, qué osadía! Quisiera gritar tanto hasta llegar a hacerlos
huir. Te compadezco y, para reparar por todos estos insultos, me dirijo a la
Sacrosanta Trinidad, para pedirle al Padre y al Espíritu Santo sus besos y las
inimitables caricias de sus manos creadoras. Me dirijo también a tu Madre
Celestial para que me dé sus besos, las caricias de sus manos maternas y sus
profundas adoraciones, y todas las adoraciones de las almas consagradas a ti, y
te lo ofrezco todo para repararte por las ofensas hechas a tu santísimo rostro.
¡Dulce Bien mío!, beso tu dulcísima boca, pero, ¿qué veo? ¡Ah!, veo que tú
sientes la amargura de las blasfemias, la náusea de las borracheras y de la
glotonería, de las murmuraciones, de las conversaciones obscenas, de las
oraciones mal hechas, de las malas enseñanzas y de todo el mal que hace el

hombre con su lengua. Jesús, te compadezco, y quiero endulzar tu boca
ofreciéndote todas las alabanzas angélicas y el buen uso que hacen tantas
criaturas de la lengua.
Oprimido Amor mío, beso tu cuello; lo veo cargado de cuerdas y de cadenas por
los apegos y los pecados de las criaturas; te compadezco y para darte alivio te
ofrezco la unión inseparable de las Divinas Personas; y fundiéndome en esta
unión, te abrazo por el cuello y formando una dulce cadena de amor quiero
alejar de ti las ataduras de todos los apegos que casi te sofocan, y para
endulzar tu amargura te estrecho fuertemente a mi corazón.
Fortaleza Divina, beso tus santísimos hombros y veo que están todos lacerados,
y hasta tus carnes arrancadas a pedazos a causa de los escándalos y de los
malos ejemplos de las criaturas. Te compadezco y para darte alivio te ofrezco
tus santos ejemplos, los de tu Madre y Reina y los de todos tus santos; y yo,
Jesús mío, recorriendo con mis besos cada una de estas llagas, quiero encerrar
en ellas a todas las almas que, por motivo de algún escándalo, han sido
arrancadas de tu Corazón, y sanar así las carnes de tu santísima humanidad.
Fatigado Jesús mío, beso tu pecho herido por las frialdades, las tibiezas, las
faltas de correspondencia y las ingratitudes de las criaturas. Te compadezco y
para darte alivio te ofrezco el amor recíproco del Padre y del Espíritu Santo y
la perfecta correspondencia que existe entre las tres Divinas Personas; y yo,
oh Jesús mío, sumergiéndome en tu amor, quiero protegerte, para poder
impedir que las criaturas te sigan hiriendo con estos pecados y haciendo mío
todo tu amor quiero herirlas con él, para que jamás vuelvan a tener la osadía de
ofenderte, y también quiero depositarlo en tu pecho para consolarte y sanarte.
¡Oh Jesús mío!, beso tus manos creadoras, en ellas veo todas las malas acciones
de las criaturas que, como si fueran clavos, traspasan tus manos santísimas, de
modo que no quedas crucificado sólo con tres clavos, como en la cruz, sino con
tantos clavos por cuantas malas acciones hacen las criaturas. Te compadezco y
para darte alivio te ofrezco todas las obras santas, el valor de los mártires al
dar su sangre y su vida por amor a ti. Quisiera, en fin, Jesús mío, ofrecerte
todas las buenas obras, para quitarte todos los clavos de las obras malas.
Jesús, beso tus santísimos pies siempre incansables en busca de almas; en ellos
encierras todos los pasos de las criaturas, pero sientes que se te escapan

muchas y tú quisieras detenerlas; por cada uno de sus malos pasos sientes un
clavo y tú quieres servirte de esos mismos clavos para clavarlas a tu amor; y es
tal y tan intenso el dolor que sientes y el esfuerzo que haces por clavarlas a ti,
que tiemblas de pies a cabeza. Jesús, mi todo y mi alegría, te compadezco, y
para consolarte te ofrezco los pasos de los religiosos buenos que exponen su
vida para salvar almas.
¡Oh Jesús!, beso tu Corazón; tú sigues en agonía y no por lo que te harán sufrir
los judíos, sino por el dolor que te causan todas las ofensas de las criaturas. En
esta hora tú quieres darle la supremacía al amor, el segundo lugar a todos los
pecados por los cuales expías, reparas, glorificas al Padre y aplacas a la divina
justicia, y el tercer lugar a los judíos. Con esto das a entender que la pasión
que te harán sufrir los judíos no será más que una representación de la doble
amarguísima pasión que te hacen sufrir el amor y el pecado; y es por eso que
veo todo concentrado en tu Corazón: la lanza del amor, la del pecado y esperas
la tercera, la de los judíos... Y tu Corazón, sofocado por el amor, sufre dolores
inauditos, impacientes anhelos de amor, deseos que te consumen, pálpitos de
fuego que quisieran darle vida a cada corazón. Es precisamente aquí, en tu
Corazón, en donde sientes todo el dolor que te causan las criaturas, que con sus
malos deseos, sus afectos desordenados y los latidos de su corazón
profanados, en vez de buscar tu amor, buscan otros amores.
¡Jesús mío, cuánto sufres! Desfalleces sumergido por los mares de nuestras
iniquidades; te compadezco y quiero endulzar la amargura de tu Corazón
traspasado por tres veces, ofreciéndote las dulzuras eternas y el dulcísimo
amor de tu querida Madre Santísima.
Y ahora, oh Jesús mío, haz que mi pobre corazón tome vida de tu Corazón, para
que ya no viva más que con tu Corazón y para que en cada ofensa que recibas,
mi corazón se encuentre siempre preparado para consolarte, para darte alivio y
para ofrecerte un acto de amor ininterrumpido.
Reflexiones y prácticas.
Durante la segunda hora en el huerto de Getsemaní se presentan ante Jesús
todos los pecados de todos los tiempos: presentes, pasados y futuros, y él
toma sobre de sí todos estos pecados para darle al Padre gloria completa. Así

que, Jesucristo expió y lloró, y sintió en su Corazón todos nuestros estados de
ánimo sin que jamás haya dejado la oración. Y nosotros, en cualquier estado de
ánimo en que nos encontramos, ya sea fríos o duros, o tentados, ¿hacemos
siempre oración? ¿Le ofrecemos a Jesús todos los sufrimientos de nuestra
alma para reparar y darle alivio, y así reproducir su vida en nosotros, pensando
que cualquier estado de ánimo es un sufrimiento suyo? Siendo un sufrimiento
de Jesús debemos ofrecérselo para compadecerlo y darle alivio; y si fuera
posible, debemos decirle: « Tú has sufrido demasiado, descansa, nosotros
sufriremos en tu lugar ».
¿Nos desalentamos, o con buen ánimo estamos a los pies de Jesús ofreciéndole
todo lo que sufrimos para que pueda hallar en nosotros su misma humanidad?
Es decir, ¿le servimos a Jesús de humanidad? ¿Qué es lo que hacía la
humanidad de Jesús? Glorificaba a su Padre, expiaba, pedía la salvación de las
almas, y nosotros, ¿en todo lo que hacemos tenemos estas tres intenciones de
Jesús, de manera que podamos encerrar en nosotros toda su humanidad?
Cuando nos encontramos en alguna oscuridad, ¿ponemos la intención de hacer
que la luz de la verdad ilumine a otros? Y cuando oramos con fervor, ¿ponemos
la intención de derretir el hielo de tantos corazones endurecidos por la culpa?
« Jesús mío, para compadecerte y poder darte alivio por el abatimiento total
en el que te encuentras, me elevo hasta el cielo y hago mía tu misma Divinidad,
y poniéndola a tu alrededor, quiero alejar de ti todas las ofensas de las
criaturas. Quiero ofrecerte tu misma belleza para alejar de ti la
monstruosidad del pecado; tu santidad para alejar el horror de todas esas
almas que por estar muertas a la gracia te hacen sentir tanta repugnancia; tu
paz para alejar de ti todas las discordias, las rebeliones y las perturbaciones
de todas las criaturas; tus armonías para hacer descansar tu oído por la
multitud de las malas palabras ».
« Jesús mío, es mi intención ofrecerte tantos actos divinos de reparación por
cuantas ofensas te asaltan como si quisieran darte muerte; y yo, con tus
mismos actos quiero darte vida. Y luego, oh Jesús mío, quiero arrojar una
oleada de tu Divinidad sobre todas las criaturas, para que apenas las toque ya
no vuelvan a tener la osadía de ofenderte. Solamente así podré compadecerte
por todas las ofensas que recibes de parte de todas las criaturas ».

« ¡Oh Jesús, dulce Vida mía!, que mis oraciones y mis sufrimientos se eleven
siempre hacia el cielo, para hacer que llueva sobre todos la luz de la gracia y
para que pueda absorber en mí tu misma vida ».
Oración de agradecimiento después de cada Hora de la Agonía en el Huerto
¡Oh dulcísimo Señor mío!, te doy gracias por haberte dignado a tenerme por
compañía durante al menos una hora de tu tremenda agonía en el huerto de
Getsemaní. ¡Ah, demasiado poco consuelo has hallado en mí, oh mi buen Jesús!,
pero tu infinito amor y la sobreabundante caridad de tu piadosísimo Corazón,
hace que hasta en el más pequeño acto de compasión que la criatura te ofrezca
encuentres alivio. ¡Ah, jamás podré olvidar la vista de tu adorable persona
cuando se encontraba temblando, abatida, abrumada, humillada hasta el polvo y
toda llena de sudor de sangre en la terrible oscuridad del huerto! ¡Oh Jesús,
he podido experimentar que el estar contigo en tus sufrimientos, el sentir
aunque sea una sola gota de la amargura llena de angustia de tu Corazón Divino,
es la suerte más grande que se puede llegar a tener sobre la tierra!
¡Oh Jesús, renuncio generosamente a todas las cosas terrenas y fáciles! ¡Te
quiero solamente a ti, oprimido, penante y afligido Señor mío, y quiero
acompañarte fielmente desde este huerto hasta el Calvario!
¡Oh Jesús!, haz que yo también sea capturado junto contigo; arrastrado contigo
de tribunal en tribunal; hazme partícipe de los ultrajes, los insultos, los
salivazos y las bofetadas que tus enemigos te harán sufrir; condúceme contigo
de Pilato a Herodes y de Herodes a Pilato; átame junto contigo a la columna y
haz que yo sienta parte de la flagelación; dame algunas de tus espinas; haz que
yo también sea condenado a morir crucificado junto contigo: tú cual víctima de
amor por mí y yo cual víctima expiatoria por mis pecados; concédeme tener la
misma suerte del Cirineo para seguirte hasta el Calvario y que junto a ti yo sea
clavado sobre la cruz, agonice y muera contigo.
¡Oh Madre Dolorosa!, tú que me has ayudado a tener compasión de Jesús
agonizante en el huerto, ayúdame a estar junto contigo crucificado sobre la
misma cruz de Jesús y a saber ofrecerle las reparaciones más dignas, junto
con los mismos méritos de su pasión y muerte de cruz. Amén.

Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.

¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 11 a la Medianoche
La tercera hora de Agonía en el Huerto de Getsemaní
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Oración de preparación antes de cada hora del Huerto
¡Dulce Bien mío!, mi corazón ya no resiste al ver que sigues agonizando... Tu
sangre, formando arroyos, chorrea por todo tu cuerpo y tan abundantemente,
que no pudiendo mantenerte en pie caes en un charco de sangre.

¡Oh Jesús mío, se me rompe el corazón al verte tan débil y agotado! Tu
adorable rostro y tus manos creadoras apoyándose sobre la tierra se llenan de
sangre... Me parece como que quisieras dar ríos de sangre a cambio de los ríos
de iniquidad que recibes de parte de las criaturas, para hacer que todas las
culpas se ahoguen en estos ríos, y así, con tu sangre, darle a cada criatura tu
perdón.
¡Oh Jesús mío, reanímate, ya es demasiado lo que sufres! ¡Que ya se detenga tu
amor! Y mientras parece que mi amable Jesús está muriendo en su propia
sangre, el amor le da nueva vida..., veo que se mueve penosamente, se pone de
pie y así, cubierto de sangre y de lodo, parece que quiere caminar, pero no
teniendo fuerzas, se arrastra fatigosamente.
Dulce Vida mía, deja que te lleve en mis brazos. ¿Es que vas en busca de tus
amados discípulos? Pero, ¡qué dolor para tu Corazón adorable el encontrarlos
una vez más dormidos! Y tú, con tu voz apagada y temblorosa, los llamas:
« Hijos míos, no duerman, se acerca la hora, ¿no ven a qué estado me he
reducido? ¡Ah, ayúdenme, no me abandonen en estas horas extremas! ».
Y vacilando estás a punto de caer a su lado, pero Juan extiende sus brazos
para sostenerte. Estás tan irreconocible, que de no haber sido por la suavidad
y la dulzura de tu voz, no te habrían reconocido. Después, recomendándoles que
no duerman y que permanezcan en oración, vuelves al huerto, pero con una
segunda herida en el Corazón.
En esta herida se ven todas las culpas de aquellas almas que, a pesar de tantas
manifestaciones de tu amor en dones, caricias y besos, durante las noches de
la prueba se han quedado como adormecidas y somnolientas, perdiendo así el
espíritu de oración y de vela.
Jesús mío, es cierto que después de haberte visto y de haber gustado de tus
dones, se necesita mucha fuerza para poder resistir cuando se encuentra uno
privado de ti: sólo un milagro puede hacer que estas almas resistan a la prueba.
Por eso, mientras te compadezco por esas almas, cuyas negligencias, ligerezas
y ofensas son las más amargas para tu Corazón, te suplico que en el momento
en que estén por dar un solo paso que pueda entristecerte en lo más mínimo, las

rodees de tanta gracia que se detengan, para que no pierdan el espíritu de
oración continua.
Dulce Jesús mío, mientras regresas al huerto parece que ya no puedes más;
levantas al cielo tu rostro cubierto de sangre y de tierra, y por tercera vez
repites:
« Padre, si es posible, pase de mí este cáliz... Padre Santo, ayúdame, tengo
necesidad de consuelo. Es cierto que a causa de las culpas que he tomado sobre
mí, soy repugnante, despreciable, el último entre los hombres ante tu majestad
infinita: tu justicia está indignada contra mí. ¡Pero mírame, oh Padre! Sigo
siendo siempre tu Hijo que contigo forma una sola cosa. ¡Ah, ayúdame, ten
piedad, oh Padre; no me dejes sin consuelo! ».
Y luego, oh mi bien amado Jesús, me parece escuchar que le pides ayuda a tu
querida Madre:
« Dulce Madre mía, estréchame entre tus brazos como cuando yo era niño;
dame de tu leche como entonces, para darme fuerzas y endulzar las amarguras
de mi agonía. Dame tu Corazón que era toda mi alegría ».
« Madre mía, Magdalena, mis amados apóstoles, todos ustedes que me aman,
ayúdenme, confórtenme, no me dejen solo en estos momentos extremos,
pónganse junto a mí y háganme corona, denme consuelo con su compañía y con
su amor ».
Jesús, Amor mío, ¿quién puede resistir viéndote en esos extremos? ¿Qué
corazón será tan duro que no se rompa por el dolor al verte como ahogado en tu
misma sangre? ¿Quién no derramará a torrentes amargas lágrimas al escuchar
tu voz tan llena de dolor pidiendo ayuda y consuelo? Jesús mío, consuélate; ya
el Padre te manda un ángel para confortarte y darte ayuda, para que puedas
salir de este estado de agonía y puedas entregarte en manos de los judíos. Y
mientras tú estás con el Ángel, yo recorreré cielos y tierra: me permitirás
tomar la sangre que has derramado, para que pueda dársela a todos los
hombres como prenda de salvación para cada uno y traerte el consuelo y la
correspondencia de cada uno de sus afectos, de los latidos de sus corazones,
de sus pensamientos, de sus pasos y de todas sus obras.

Celestial Madre mía, vengo a ti para que juntos vayamos en busca de todas las
almas y les demos la sangre de Jesús. Dulce Madre mía, Jesús quiere consuelo
y el mayor consuelo que podemos darle son las almas.
Magdalena, acompáñanos; ángeles todos, vengan a ver en qué estado ha quedado
reducido Jesús. El quiere que todos lo consuelen y es tal y tan grande el
abatimiento en que se encuentra, que a nadie rechaza.
Jesús mío, mientras bebes el cáliz colmo de intensas amarguras que el Padre te
ha enviado, siento que suspiras más fuerte todavía, lloras y deliras, y con tu
voz apagada, dices:
« ¡Almas, almas, vengan a mí, consuélenme, tomen lugar en mi humanidad! ¡Las
quiero, las anhelo! ¡No permanezcan sordas a mi voz, no hagan vanos mis
ardientes deseos, mi sangre, mi amor, mis penas! ¡Vengan, vengan a mí! ».
Delirante Jesús mío, cada uno de tus gemidos y de tus suspiros es una herida
para mi corazón que no me da paz; por eso, hago mía tu sangre, tu Voluntad, tu
celo ardiente, tu amor, y recorriendo cielos y tierra, quiero ir a darles a todas
las almas tu sangre como prenda de su salvación y traerlas a ti para calmar tus
anhelos, tu delirio, y endulzar las amarguras de tu agonía, y mientras lo hago,
acompáñame con tu mirada.
Madre mía, vengo a ti porque Jesús quiere almas, quiere consuelo; dame tu
mano materna y recorramos juntos el mundo entero en busca de almas.
Encerremos en su sangre, los afectos, los deseos, los pensamientos, las obras y
los pasos de todas las criaturas, y pongamos en sus almas las llamas de su
Corazón, para que se rindan; y así, bañadas en su sangre y transformadas en
sus llamas, las conduciremos a Jesús para mitigar las penas de su amarguísima
agonía.
Ángel de mi guarda, precédenos tú y prepáranos las almas que han de recibir
esta sangre, para que ni una sola gota se quede sin producir todo su efecto.
Madre Mía, démonos prisa, pongámonos en camino; Jesús nos sigue con su
mirada y sigo sintiendo sus repetidos sollozos que nos incitan a apresurar
nuestra labor.

A los primeros pasos nos encontramos a las puertas de las casas en donde
yacen los enfermos. Cuántos miembros llagados; cuantos, bajo la atrocidad de
los dolores, se ponen a blasfemar e intentan quitarse la vida; otros se ven
abandonados por todos y no tienen quien les dirija una palabra de consuelo y ni
siquiera quien les preste los auxilios más necesarios y por eso se lamentan aún
más contra Dios y se desesperan. ¡Ah, Madre mía!, oigo los lamentos de Jesús,
que ve correspondidas con ofensas sus más tiernas predilecciones de amor, las
cuales son el hacer padecer a las almas para hacerlas semejantes a sí mismo.
¡Ah!, démosles su sangre, para que les procure la ayuda necesaria y les haga
comprender con su luz el bien que hay en el sufrir y cómo éste las hace más
semejantes a Jesús. Y tú, Madre mía, ponte al lado de ellos y cual afectuosa
Madre, toca con tus manos maternas sus miembros enfermos, alivia sus
dolores, tómalas entre tus brazos y de tu Corazón derrama torrentes de
gracias sobre todas sus penas. Hazle compañía a los abandonados, consuela a
los afligidos, y para quienes carecen de los medios necesarios, dispón tú misma
almas generosas que los socorran; a quienes se encuentran bajo la atrocidad de
los dolores, obtenles tregua y reposo, para que reanimados, puedan con mayor
paciencia soportar todo lo que Jesús disponga de ellos.
Sigamos nuestro recorrido y entremos en las estancias de los moribundos. ¡Oh
Madre mía, qué terror! ¡Cuántas almas a punto de caer en el infierno! ¡Cuántas,
después de una vida de pecado, quieren darle el último dolor a ese Corazón tan
repetidamente traspasado, coronando su último respiro con un acto de
desesperación! Cantidad de demonios se encuentran a su alrededor poniendo en
su corazón terror y espanto de los divinos juicios, para dar el último asalto y
llevárselas al infierno; quisieran envolverlas ya en las llamas del infierno para
ya no darle espacio a la esperanza. Otros, atados por vínculos terrenos, no
quieren resignarse a dar el último paso. Ah, Madre mía, son los últimos
momentos, tienen tanta necesidad de ayuda. ¿No ves cómo tiemblan, cómo se
debaten entre la atrocidad de la agonía, cómo piden ayuda y piedad? Ya la
tierra ha desaparecido para ellos. Madre Santa, pon tu mano materna sobre sus
frentes heladas, acoge tú sus últimos suspiros. Démosle a cada moribundo la
sangre de Jesús, para que haciendo huir a todos los demonios, los disponga a
recibir los últimos sacramentos y los prepare a una buena y santa muerte.
Démosles el consuelo de la agonía de Jesús, de sus besos, sus lágrimas y sus
llagas; rompamos las cadenas que los tienen atados; hagamos que todos se
sientan perdonados y con una confianza tan grande en el corazón que lleguen a

arrojarse a los brazos de Jesús; y él, cuando los juzgue, los hallará cubiertos
de su sangre y abandonados en sus brazos, por lo que perdonará a todos.
Sigamos adelante, oh Madre; que tu mirada materna mire con amor la tierra y
se mueva a compasión por tantas pobres criaturas que tienen tanta necesidad
de la sangre de Jesús. La mirada indagadora de Jesús me incita a correr,
porque quiere almas, siento en el fondo de mi Corazón sus lamentos que me
repiten:
« ¡Hijo mío, ayúdame, dame almas! ».
Pero, ¡mira oh Madre mía, cómo la tierra está llena de almas que están a punto
de caer en el pecado, y cómo Jesús se pone a llorar al ver que su sangre sufre
nuevas profanaciones! Se necesitaría un milagro para hacer que no cayeran en
la culpa; démosles la sangre de Jesús, para que hallen en ella la fuerza y la
gracia para no caer en el pecado.
Un paso más, Madre mía, y hallamos en cambio a otras almas que ya han caído
en el pecado y que quisieran una mano que las ayudara a levantarse. Jesús las
ama, pero las mira horrorizado porque se encuentran enfangadas y su agonía se
hace aún más intensa. Démosles su sangre, para que encuentren así esa mano
que las ayude a levantarse. Son almas que tienen necesidad de esta sangre,
almas muertas a la gracia, ¡oh, en qué lamentable estado se encuentran! El cielo
las mira y llora de puro dolor; la tierra las mira con repugnancia; todos los
elementos están en contra de ellas y como que quisieran destruirlas, porque se
han vuelto enemigas del Creador. ¡Oh Madre!, la sangre de Jesús contiene la
vida; démosela, para que apenas toque sus almas puedan resucitar más bellas
aún y así el cielo y la tierra les sonrían.
Más adelante hay almas que llevan el sello de la perdición, almas que pecan y
huyen de Jesús, que lo ofenden y no esperan ya en su perdón... Son los nuevos
Judas dispersos por la tierra que traspasan su Corazón tan amargado.
Démosles la sangre de Jesús, para que borre en ellos el sello de la perdición y
les dé el de la salvación; para que ponga en sus corazones tanta confianza y
amor después de la culpa, que los haga correr para ir a abrazarse a los pies de
Jesús, y así jamás volver a separarse de él. Mira, oh Madre, hay almas que
corren como desesperadas hacia la perdición y no hay quien las pueda detener;

¡ah!, pongamos la sangre de Jesús ante sus pies, para que al tocarla, sintiendo
su luz y sus súplicas, puedan retroceder y emprender el camino de la salvación.
Continuemos nuestro recorrido, ¡oh Madre mía! Hay almas buenas, almas
inocentes en las que Jesús halla sus complacencias y el descanso de la creación,
pero las criaturas que están a su alrededor les tienden insidias y las
escandalizan para quitarles la inocencia, y convertir las complacencias y el
descanso de Jesús en lágrimas y amargura, como si no tuvieran otra finalidad
que la de hacer sufrir constantemente a ese Corazón Divino. Sellemos y
circundemos su inocencia con la sangre de Jesús, como un muro que las
defienda, para que no entre en ellas la culpa; haz huir con su sangre a quienes
quisieran contaminarlas; consérvalas puras y sin mancha, para que Jesús pueda
hallar en ellas el descanso de su creación y todas sus complacencias, y para que
por amor a ellas se mueva a piedad por tantas otras pobres criaturas. Madre
mía, pongamos a estas almas en la sangre de Jesús, atémoslas una y otra vez a
la Voluntad de Dios, llevémoslas a sus brazos y con las dulces cadenas de su
amor atémoslas a su Corazón para mitigar las amarguras de su agonía mortal.
¡Oh Madre, oye cómo grita la sangre de Jesús pidiendo más almas! Corramos
juntos y vayamos a las regiones en las que habitan los herejes y los infieles.
¡Qué dolor siente Jesús en esas regiones! El, que es vida de todos, no recibe
como correspondencia ni siquiera un acto de amor: sus mismas criaturas no lo
conocen. Ah Madre mía, démosles su sangre, para que disipe las tinieblas de la
ignorancia y de la herejía, y les haga comprender que tienen un alma; ¡Ábreles
el Cielo! Y después pongámoslas a todas en la sangre de Jesús; llevémoselas a él
como hijos huérfanos y desterrados que finalmente se encuentran con su padre
y así Jesús se sentirá confortado en su amarguísima agonía.
Pero parece que Jesús todavía no está contento, pues quiere todavía más
almas. En estas regiones siente que se le arrancan de sus brazos las almas de
los moribundos que van a precipitarse al infierno. Estas almas están a punto de
expirar y de caer en el abismo; no hay nadie a su lado para salvarlas. ¡El tiempo
falta, son los últimos momentos, se perderán sin duda! ¡No! Madre mía, que la
sangre de Jesús no sea derramada inútilmente por ellas; volemos
inmediatamente hacia ellas, derramemos sobre sus cabezas esta sangre para
que les sirva de Bautismo e infunda en ellas la fe, la esperanza y la caridad.
Ponte a su lado, oh Madre, haz tú por ellas todo lo que les falta; más aún, deja
que te vean: en tu rostro resplandece la belleza de Jesús, tus modos son

totalmente semejantes a los suyos, así que al verte podrán conocer con toda
certeza a Jesús. Después, abrázalas a tu Corazón materno, infunde en ellas la
vida de Jesús que tú posees; diles que siendo su Madre las quieres felices para
siempre junto a ti en el cielo; mientras expiran, recíbelas en tus brazos, para
que de ahí pasen a los brazos de Jesús. Y si Jesús, conforme a los derechos de
su justicia, se mostrara reacio a recibirlas, recuérdale el amor con que te las
confió bajo la cruz y reclama tus derechos de Madre; de manera que viendo tu
amor y tus súplicas no podrán poner resistencia, y mientras complacerá tu
Corazón, al mismo tiempo sus ardientes deseos quedarán satisfechos.
Y ahora, oh Madre, tomemos esta sangre de Jesús y démosela a todos; a los
afligidos para que sean consolados; a los pobres para que sufran su pobreza con
resignación; a los que son tentados para que obtengan victoria; a los incrédulos
para que triunfe en ellos la fe; a los que blasfeman para que cambien sus
blasfemias en bendiciones; a los sacerdotes, para que comprendan su misión y
sean dignos ministros de Jesús: toca sus labios con su sangre, para que no salga
de su boca palabra alguna que no sea para gloria de Dios; toca sus pies, para
que corran y vuelen en busca de almas para conducirlas a Jesús. Démosles
también esta sangre a los gobernantes, para que se mantengan unidos unos a
otros y para que se muestren llenos de mansedumbre y amor hacia sus
súbditos.
Vayamos ahora al purgatorio y démosles también esta sangre a las almas que
ahí penan, pues están siempre llorando y pidiendo con insistencia su liberación
por medio de la sangre de Jesús. ¿No oyes cómo se lamentan, no ves sus
delirios de amor, sus torturas y cómo se sienten insistentemente atraídas
hacia el Sumo Bien? ¡Mira cómo Jesús mismo quiere purificarlas para que
cuanto antes estén junto a él! Jesús las atrae con su amor y ellas le
corresponden con continuos ímpetus de amor; pero al estar en su presencia, no
pudiendo todavía sostener la pureza de la mirada divina, se sienten obligadas a
retroceder cayendo de nuevo en las llamas del purgatorio.
Madre mía, descendamos a las profundidades de esta cárcel y derramando
sobre estas almas la sangre de Jesús, llevémosles la luz, mitiguemos sus
delirios de amor, extingamos el fuego que las quema, purifiquémoslas de todas
sus manchas, para que libres de toda pena, vuelen a los brazos de nuestro Sumo
Bien. Démosles esta sangre a las almas más abandonadas, para que encuentren
en ella todos los sufragios que las criaturas les niegan. Demos a todos, oh

Madre, esta sangre; no dejemos que nadie se quede sin recibirla, para que en
virtud de ella todas hallen alivio y sean liberadas. Tú que eres Reina, cumple tu
oficio en estas regiones de llanto y de lamento; extiende tus manos y sácalas,
una por una, de estas llamas ardientes para que todas emprendan su vuelo hacia
el cielo.
Y ahora hagamos también nosotros un vuelo hacia el cielo, pongámonos a sus
puertas eternas y permíteme, oh Madre, que también a ti te dé esta sangre
para tu mayor gloria: que esta sangre inunde de nueva luz y de nuevos gozos tu
alma y te pido que hagas descender esta luz divina en favor de todas las
criaturas, para darles gracias de salvación a todas.
Madre mía, también tú dame a mí esta sangre; tú sabes cuanto la necesito. Con
tus manos maternas retoca todo mi ser con esta sangre y mientras lo haces
purifícame de todas mis manchas, cura mis llagas, enriquece mi pobreza; haz
que esta sangre circule por mis venas y me dé toda la vida de Jesús; que
penetre en mi corazón y lo transforme en su propio Corazón; que me
embellezca tanto, que Jesús pueda llegar a encontrar en mí todas sus
complacencias.
Finalmente, oh Madre, entremos en las regiones del cielo y démosles esta
sangre a todos los santos y a todos los ángeles, para que puedan tener mayor
gloria; para que exulten en un himno de agradecimiento a Jesús y rueguen por
nosotros; para que en virtud de esta sangre bendita podamos reunirnos con
ellos.
Y después de haberles dado a todos esta sangre, vamos otra vez a donde se
encuentra Jesús. Ángeles y santos, vengan con nosotros; ¡ah!, él quiere almas,
quiere hacer que todas entren en su santísima humanidad, para darles a todas
los frutos de su sangre; pongámoslas a su alrededor y así sentirá que la vida le
vuelve y que lo que ha sufrido en esta amarguísima agonía ha hallado su
recompensa.
Y ahora, Madre Santa, llamemos a todos los elementos para que le hagan
compañía a Jesús y para que también de parte de ellos reciba gloria. ¡Oh luz del
sol!, ven a disipar las tinieblas de esta noche para darle consuelo a Jesús; oh
estrellas, vengan, bajen del cielo a consolar a Jesús con sus rayos de luz; flores
de la tierra, vengan con sus perfumes; pajarillos de los aires, vengan con sus

cantos; elementos de la tierra, vengan todos a confortar a Jesús; ven, oh mar,
a refrescar y a lavar a Jesús: él es nuestro Creador, nuestra vida, nuestro
todo; vengan todos a confortarlo, a rendirle homenaje como a nuestro
Soberano Señor...
Pero Jesús no busca luz, ni estrellas, ni flores, ni pájaros... ¡El quiere almas,
almas!
¡Dulce Bien mío!, aquí están todos junto conmigo. A tu lado está tu querida
Madre, descansa en sus brazos, también ella se sentirá consolada
estrechándote a su regazo materno, porque bastante ha participado de tu
agonía... También está aquí la Magdalena, está Marta y están todas las almas de
todos los siglos que te aman. ¡Oh Jesús!, acéptalas, dales a todas tu perdón y
háblales de tu amor; átalas a todas a tu amor, para que nunca más vuelva a huir
de ti alma alguna. Pero parece que me dices:
« ¡Ah hijo mío, cuántas almas huyen de mí a la fuerza y se precipitan en el
fuego eterno! ¿Cómo podrá pues calmarse mi dolor si amo tanto a un alma
cuanto amo a todas juntas? ».
Conclusión de la agonía
Agonizante Jesús mío, mientras parece que se te va la vida, siento ya el
estertor de tu agonía; tus ojos están apagados por la cercanía de la muerte,
todo tu cuerpo se encuentra abandonado a sí mismo y el respiro
frecuentemente te falta; y yo siento que se me rompe el corazón por el dolor;
te abrazo y siento que estás helado; te sacudo y no das señales de vida...
¡Jesús! ¿Has muerto ya? Afligidísima Madre mía, ángeles del cielo, vengan
todos a llorar por Jesús y no permitan que yo siga viviendo sin él, porque no
puedo. Lo abrazo más fuerte y siento que da otro respiro y que de nuevo vuelve
a no dar señales de vida... Lo llamo:
« ¡Jesús, Jesús, Vida mía, no te mueras! Oigo ya el alboroto que hacen tus
enemigos que ya vienen a arrestarte. ¿Quién te defenderá en este estado en
que te encuentras? ».
Y él, sacudido, parece resucitar de la muerte a la vida. Me mira y me dice:

« Hijo, ¿estás aquí? ¿Has sido entonces espectador de todas mis penas y de las
tantas muertes que he sufrido? Pues bien, debes saber, oh hijo, que en estas
tres horas de amarguísima agonía he reunido en mí todas las vidas de las
criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a
cada una mi misma vida. Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi
muerte se cambiarán para ellas en fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me
cuestan las almas! ¡Si por lo menos fuera correspondido! Es por eso que tú has
visto que por momentos moría para luego volver a respirar: eran las muertes de
las criaturas que sentía en mí».
Fatigado Jesús mío, ya que has querido encerrar también mi vida en ti y por lo
tanto también mi muerte, te suplico que por tu amarguísima agonía vengas a
asistirme a la hora de mi muerte. Yo te he dado mi corazón para que te
refugies en él y descanses, mis brazos para sostenerte, he puesto todo mi ser
a tu disposición y sabes bien con qué ganas me entregaría en manos de tus
enemigos para poder morir yo en tu lugar. Ven, oh vida de mi corazón, a darme
lo que te he dado en el momento extremo de mi vida, dame tu compañía, tu
Corazón cual lecho y descanso, tus brazos para sostenerme, tu respiro afanoso
para aliviar mis afanes, de manera que cuando respire sea por medio de tu
respiro, que como aire purificador, me purificarán de toda mancha y me
prepararán la entrada a la felicidad eterna. Más aún, dulce Jesús mío, aplicarás
a mi alma toda tu humanidad santísima, de modo que cuando me veas, me verás
a través de ti mismo y viéndote a ti mismo no podrás encontrar nada de qué
juzgarme; y luego me bañarás en tu sangre, me vestirás con la vestidura blanca
de tu Santísima Voluntad, me adornarás con tu amor y dándome por última vez
tu beso, me harás emprender el vuelo de la tierra hacia el cielo.
Y ahora, te ruego que lo mismo que te he pedido que me hagas a la hora de mi
muerte, se lo hagas a todos los agonizantes; abrázalos a todos con el abrazo de
tu amor y dándoles el beso de la unión, sálvalos a todos y no permitas que nadie
se pierda.
Afligido Bien mío, te ofrezco esta hora en memoria de tu pasión y de tu
muerte, para desarmar la justa cólera de Dios por tantos pecados y por la
conversión de los pecadores, por la paz de los pueblos, por nuestra
santificación y en sufragio por las almas del purgatorio.

Pero veo que tus enemigos ya están cerca y tú quieres dejarme para ir a su
encuentro. Jesús, déjame darte un beso sobre esos labios que Judas osará
besar con su beso infernal; déjame limpiar tu rostro todo bañado de sangre,
sobre el cual lloverán bofetadas y salivazos; y tú, estréchame fuertemente a
tu Corazón y no dejes que jamás me aparte de ti. Te sigo y tú bendíceme.
Reflexiones y prácticas.
Jesús en esta tercera hora de agonía en el huerto de Getsemaní pidió ayuda
del cielo y sus penas eran tantas que les pidió a sus apóstoles que lo
confortaran. Y nosotros, en cualquier clase de circunstancia, dolor o desgracia,
¿pedimos siempre ayuda del cielo? Y si nos dirigimos también hacia las
criaturas, ¿lo hacemos ordenadamente y con quien puede santamente
confortarnos? ¿Nos resignamos al menos, si no hemos podido hallar la ayuda
que esperábamos recibir, olvidándonos de las criaturas, para abandonarnos
siempre más en los brazos de Jesús? Jesús recibió consuelo por medio de un
ángel, ¿podemos nosotros decir que somos el ángel de Jesús, que
permaneciendo junto a él lo confortamos y participamos de sus amarguras?
Pero para poder verdaderamente ser el ángel de Jesús, es necesario que
veamos nuestros sufrimientos como si él nos los hubiera mandado y por lo tanto
como sufrimientos divinos; sólo entonces podremos tener la osadía de
confortar a un Dios tan lleno de amarguras; de lo contrario, si los sufrimientos
los tomamos humanamente, no podremos servirnos de ellos para confortar a
Jesús y por lo tanto, no podremos ser ángeles de Jesús.
En los sufrimientos que Jesús nos envía, parece como que por medio de ellos
nos manda también el cáliz en el que debemos vaciar el fruto de dichos
sufrimientos y éstos, llevados con amor y resignación, se convertirán en un
dulcísimo néctar para Jesús. Así que en cada pena diremos: Jesús me llama a
ser ángel pues quiere que lo conforte y por eso me participa sus penas.
« Amor mío, Jesús, en mis penas busco tu Corazón para descansar y es mi
intención reparar con ellas tus penas, para que yo te dé mis penas y tú me des
las tuyas y así yo sea el ángel que te consuela ».

Oración de agradecimiento después de cada Hora de la Agonía en el Huerto
¡Oh dulcísimo Señor mío!, te doy gracias por haberte dignado a tenerme por
compañía durante al menos una hora de tu tremenda agonía en el huerto de
Getsemaní. ¡Ah, demasiado poco consuelo has hallado en mí, oh mi buen Jesús!,
pero tu infinito amor y la sobreabundante caridad de tu piadosísimo Corazón,
hace que hasta en el más pequeño acto de compasión que la criatura te ofrezca
encuentres alivio. ¡Ah, jamás podré olvidar la vista de tu adorable persona
cuando se encontraba temblando, abatida, abrumada, humillada hasta el polvo y
toda llena de sudor de sangre en la terrible oscuridad del huerto! ¡Oh Jesús,
he podido experimentar que el estar contigo en tus sufrimientos, el sentir
aunque sea una sola gota de la amargura llena de angustia de tu Corazón Divino,
es la suerte más grande que se puede llegar a tener sobre la tierra!
¡Oh Jesús, renuncio generosamente a todas las cosas terrenas y fáciles! ¡Te
quiero solamente a ti, oprimido, penante y afligido Señor mío, y quiero
acompañarte fielmente desde este huerto hasta el Calvario!
¡Oh Jesús!, haz que yo también sea capturado junto contigo; arrastrado contigo
de tribunal en tribunal; hazme partícipe de los ultrajes, los insultos, los
salivazos y las bofetadas que tus enemigos te harán sufrir; condúceme contigo
de Pilato a Herodes y de Herodes a Pilato; átame junto contigo a la columna y
haz que yo sienta parte de la flagelación; dame algunas de tus espinas; haz que
yo también sea condenado a morir crucificado junto contigo: tú cual víctima de
amor por mí y yo cual víctima expiatoria por mis pecados; concédeme tener la
misma suerte del Cirineo para seguirte hasta el Calvario y que junto a ti yo sea
clavado sobre la cruz, agonice y muera contigo.
¡Oh Madre Dolorosa!, tú que me has ayudado a tener compasión de Jesús
agonizante en el huerto, ayúdame a estar junto contigo crucificado sobre la
misma cruz de Jesús y a saber ofrecerle las reparaciones más dignas, junto
con los mismos méritos de su pasión y muerte de cruz. Amén.
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y

elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.

De la medianoche a la una de la mañana
La captura de Jesús.
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo..
Oración de preparación
La traición de Judas
¡Oh Jesús mío!, es ya medianoche y sientes que tus enemigos se aproximan; y
tú, limpiándote la sangre y reanimado por los consuelos recibidos, vas de nuevo
en busca de tus discípulos, los llamas, los reprendes y te los llevas contigo;
sales al encuentro de tus enemigos, queriendo reparar con tu prontitud, mi
lentitud, mi malagana y mi pereza en el obrar y en el sufrir por amor a ti.
Mas, ¡oh Jesús mío!, ¡qué escena tan conmovedora veo! Al primero que
encuentras es al pérfido Judas, que acercándose a ti y echándote los brazos al

cuello, te saluda y te besa; y tú, Amor sin confines, no desdeñas el beso de
esos labios infernales; es más, lo abrazas y te lo estrechas al Corazón, dándole
muestras de renovado amor, queriendo arrancárselo al infierno.
Jesús mío, ¿cómo puede ser posible no amarte? La ternura de tu amor es tanta,
que todo corazón debería sentirse obligado a amarte, mas sin embargo no eres
amado. Pero, ¡oh Jesús mío!, mientras que en este beso de Judas tú reparas por
todas las traiciones, los fingimientos, los engaños bajo aspecto de amistad y de
santidad, sobre todo en los sacerdotes, con tu beso además confirmabas que
jamás le habrías rehusado el perdón a ningún pecador, con tal de que humillado
volviera a ti.
Tiernísimo Jesús mío, ya que te entregas a merced de tus enemigos, dándoles
la potestad de hacerte sufrir todo lo que quieran, yo también me entrego en
tus manos, para que con toda libertad puedas hacer de mí lo que más te plazca;
y junto contigo quiero seguir tu Voluntad, tus reparaciones, quiero sufrir tus
penas, quiero estar siempre cerca de ti, para que no haya ofensa por la que yo
no te ofrezca una reparación; amargura que no endulce, salivazos y bofetadas
que no vayan seguidas por un beso y una caricia mías; cuando caigas, mis manos
estarán siempre dispuestas para ayudarte a que te levantes. Quiero estar
siempre contigo, oh Jesús mío, y ni siquiera por un instante quiero dejarte solo;
y para estar más seguro, introdúceme dentro de ti, y así yo me encontraré en
tu mente, en tus miradas, en tu Corazón y en todo tu ser, para que todo lo que
tú hagas pueda hacerlo también yo; de este modo podré hacerte fiel compañía
y no pasar por alto ninguna de tus penas, para que seas correspondido por todo
con mi amor. Dulce Bien mío, yo estaré a tu lado para defenderte, para
aprender tus enseñanzas y para enumerar una por una todas tus palabras...
¡Ah!, con qué dulzura penetra en mi corazón esa palabra que le dirigiste a
Judas:
« Amico, ad quid venisti? ».[1]
Y me parece que también a mí me diriges esas mismas palabras, pero no
llamándome amigo, sino con el dulce nombre de hijo, [diciéndome]: « ¿Ad quid
venisti? »; para que así tu puedas escuchar mi respuesta: « Jesús, he venido
para amarte ».

« ¿A qué has venido? ». Me preguntas cuando hago oración. « ¿A qué has
venido? ». Me lo vuelves a preguntar desde la Eucaristía o cuando trabajo,
cuando estoy cómodo o sufriendo, o cuando estoy durmiendo... ¡Qué modo tan
bello de llamarnos la atención a todos!
Pero cuántos, cuando les preguntas « ¿A qué has venido? », te responden: «
¡Vengo a ofenderte! ». Otros, fingiendo que no te oyen, se entregan a toda
clase de pecados y cuando les preguntas « ¿A qué has venido? », responden
yéndose al infierno... ¡Cuánto te compadezco, oh Jesús! Quisiera tomar esas
mismas sogas con las que tus enemigos te van a atar, para atar a estas almas y
evitarte este dolor.
Y mientras sales al encuentro de tus enemigos, oigo de nuevo tu voz llena de
ternura que les dice:
« ¿A quién buscan? ».
Y ellos responden: « A Jesús Nazareno ».
Y tú les dices: « Ego Sum »[2] .
Con esta sola palabra tú dices todo y te das a conocer por lo que eres, tanto
que tus enemigos caen por tierra como si estuvieran muertos. Y tú, Amor sin
par, diciendo de nuevo « Ego Sum », los llamas a vida y te entregas tú mismo en
manos de tus enemigos.
Jesús es atado y encadenado
Ellos, pérfidos e ingratos, en vez de humillarse y de echarse a tus pies para
pedirte perdón, abusando de tu bondad y despreciando gracias y prodigios, te
ponen las manos encima y con sogas y cadenas te atan, te inmovilizan, te tiran
al suelo, te pisotean, te jalan de los cabellos y tú, con paciencia inaudita, callas,
sufres y reparas las ofensas de los que, a pesar de los milagros no se rinden,
sino que cada vez se vuelven más obstinados. Con tus sogas y tus cadenas
suplicas que se rompan las cadenas de nuestras culpas y nos atas con la dulce
cadena de tu amor.

Y a Pedro, que quiere defenderte y llega hasta cortarle una oreja a Malco, lo
corriges amorosamente; de este modo quieres reparar las obras buenas que no
son hechas con santa prudencia y por quienes a causa de su excesivo celo caen
en la culpa.
Pacientísimo Jesús mío, estas cuerdas y estas cadenas parecen añadirle algo
aún más hermoso a tu divina persona. Tu frente se llena de majestad como
nunca, tanto que atrae la atención de tus mismos enemigos; tus ojos
resplandecen de más luz; tu divino rostro manifiesta una paz y una dulzura
suprema, capaz de enamorar a tus mismos verdugos; con el tono de tu voz
suave y penetrante, aunque sólo con pocas palabras, los haces temblar, tanto
que si tienen la osadía de ofenderte es porque tú mismo se los permites.
¡Oh Amor encadenado y atado!, ¿es que vas a permitir que estando tú atado por
mí para darme pruebas aún más grandes de tu amor, yo, que soy tu pequeño
hijo, me voy a quedar sin cadenas? ¡No, no! Átame con tus mismas santísimas
manos, con tus mismas sogas y tus mismas cadenas. Por eso, te suplico que
mientras beso tu frente divina, ates todos mis pensamientos, mis ojos, mis
oídos, mi lengua, mi corazón, mis afectos y todo mi ser, y también que
juntamente ates a todas las criaturas, para que sintiendo las dulzuras de tus
amorosas cadenas, jamás vuelvan a tener la osadía de ofenderte.
¡Oh, dulce Bien mío!, ya es la una de la madrugada y mi mente está cargada de
sueño; voy a poner todo lo que está de mi parte para mantenerme despierto,
pero si el sueño me sorprende, me quedo en ti para seguirte en todo lo que
haces, es más, tú mismo lo harás por mí; así que, ¡oh Jesús mío!, pongo mis
pensamientos en ti para defenderte de tus enemigos, mi respiración para
hacerte compañía, los latidos de mi corazón para que en todo momento te digan
que te amo y para amarte por quienes no te aman, las gotas de mi sangre para
repararte y restituirte todo el honor y la estima que te quitarán con los
insultos, los salivazos y las bofetadas que recibirás.
¡Ah, Jesús mío!, dame un beso, abrázame y bendíceme, y si tú quieres que
duerma, haz que duerma en tu Corazón adorable, para que tus latidos
acelerados por el amor y por el sufrimiento me despierten frecuentemente y
así no se interrumpa jamás nuestra compañía; de modo que quedamos en este
acuerdo, oh Jesús.

Reflexiones y prácticas.
Jesús se entregó con prontitud en manos de sus enemigos viendo en ellos la
Voluntad de su Padre.
Cuando las criaturas nos engañan o nos traicionan, ¿las llegamos a perdonar
prontamente como lo hizo Jesús? ¿Recibimos de las manos de Dios todo el mal
que nos viene por medio de las criaturas? ¿Estamos dispuestos a hacer todo lo
que Jesús nos pida? Cuando cargamos nuestras cruces, cuando nos maltratan,
¿podemos decir que nuestra paciencia es como la de Jesús?
« Encadenado Jesús mío, que tus cadenas encadenen mi corazón, para que lo
tengan quieto, de modo que pueda estar dispuesto a sufrir todo lo que tú
quieras ».
[1]« Amigo, ¿a qué has venido? »
[2]« Soy Yo »
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.

¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De la 1 a las 2 de la mañana
Jesús, atado, es hecho caer en el Torrente Cedrón
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.

Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo..
Oración de preparación
Amado Bien mío, mi pobre mente te sigue entre la vela y el sueño. ¿Cómo podría
abandonarme del todo al sueño viendo que todos te dejan solo y huyen de ti?
Hasta los mismos apóstoles, el ferviente Pedro que acababa de decirte que
quería dar su vida por ti, tu discípulo predilecto que con tanto amor lo hiciste
reposar sobre tu Corazón; ¡ah, todos te han dejado abandonado a merced de
tus crueles enemigos!
¡Jesús mío, te encuentras solo! Tus purísimos ojos buscan a tu alrededor para
ver si al menos te está siguiendo alguno de aquellos a quienes hiciste tanto
bien, para demostrarte su amor y para defenderte... Y cuando descubres que ni
uno solo te ha sido fiel, sientes que se te rompe el Corazón y te pones a llorar
amargamente, pues el dolor que te causa el abandono de tus más fieles amigos
es mucho mayor del que tus mismos enemigos te procuran. No llores, oh Jesús
mío, o más bien, haz que yo llore contigo. Pero parece que mi amable Jesús me
dice:
« ¡Ah, hijo mío!, lloremos juntos la suerte de tantas almas consagradas a mí,
que por pequeñas pruebas o por incidentes de la vida ya no se preocupan de mí
y me dejan solo; por tantas otras almas tímidas y cobardes, que por falta de
valor y de confianza me abandonan; por tantos sacerdotes que al no sentir su
propio gusto en las cosas santas, en la administración de los sacramentos, no se
ocupan de mí; por otros que predican, que celebran o que confiesan por sus
propios intereses y su propia gloria, y que mientras parece que están cerca de

mí, siempre me dejan solo. ¡Ah, hijo mío!, ¡qué duro es para mí este abandono!
No solamente me lloran los ojos, sino que me sangra el Corazón. ¡Ah!, te suplico
que repares mi amargo dolor, prometiéndome que nunca me vas a dejar solo ».
Sí, ¡oh Jesús mío!, te lo prometo con la ayuda de la gracia y en la firmeza de tu
Divina Voluntad.
Pero mientras lloras por el abandono de los tuyos, ¡oh Jesús!, tus enemigos no
te evitan ningún ultraje que puedan hacerte. Estando así, fuertemente atado,
tanto que por ti mismo no puedes dar ni un paso, te pisotean y te arrastran por
aquellos caminos llenos de piedras y espinas, al grado que cualquier movimiento
que te obligan a hacer, hace que te tropieces con las piedras y que te hieras
con las espinas.
¡Ah, Jesús mío!, me doy cuenta que por donde te van arrastrando vas dejando
las huellas de tu preciosísima sangre y de tus cabellos dorados que te arrancan
de la cabeza. Vida mía y Todo mío, déjame recogerlos, para con ellos poder atar
todos los pasos de las criaturas que ni siquiera de noche dejan de herirte, es
más se aprovechan de la noche para herirte aún más: unos con sus reuniones,
otros con sus placeres, con teatros y diversiones, y otros sirviéndose de la
noche hasta para llevar a cabo robos sacrílegos. Jesús mío, me uno a ti para
reparar todas estas ofensas.
Pero ya estamos en el Torrente Cedrón y los perversos judíos te empujan en él
y al empujarte hacen que te golpees en una piedra que ahí se encuentra, pero
con tanta fuerza, que empiezas a derramar de tu boca tu preciosísima sangre,
dejando marcada aquella piedra. Y después, jalándote, te arrastran por debajo
de aquellas aguas llenas de podredumbre, nauseabundas y frías. En este estado
representas a lo vivo el estado deplorable de las criaturas cuando caen en el
pecado. ¡Oh, cómo quedan cubiertas por dentro y por fuera con un manto de
inmundicia que da asco al cielo y a cualquiera que pudiera verlas, de modo que
atraen sobre ellas los rayos de la divina justicia!
¡Oh Vida de mi vida!, ¿puede haber un amor más grande? Para quitarnos este
manto de inmundicia tú permites que tus enemigos te hagan caer en este
torrente, y para reparar por los sacrilegios y las frialdades de las almas que te
reciben sacrílegamente obligándote a entrar en sus corazones, haciéndote
sentir, más que en el torrente, toda la nausea de sus almas, permites por eso

que esas aguas penetren hasta en tus entrañas, al grado que tus enemigos,
temiendo que vayas a ahogarte y queriendo reservarte aún mayores tormentos,
te sacan de ahí, pero les causas tanta repugnancia a ellos mismos que les da
asco tocarte.
Mansísimo Jesús mío, ya estás fuera del torrente. Mi corazón no resiste al
verte tan bañado por estas aguas tan repugnantes. Estás temblando de pies a
cabeza por el frío y mirando a tu alrededor, haciendo con los ojos lo que no
haces con la voz, buscas al menos a uno sólo que te seque, que te limpie y que te
caliente, pero en vano, no hallas a nadie que se mueva a compasión por ti. Tus
enemigos se burlan y se ríen de ti, los tuyos te han abandonado, y tu dulce
Madre se encuentra lejos de ti porque así lo ha dispuesto el Padre.
Aquí me tienes a mí, ¡oh Jesús!; ven a mis brazos pues quiero llorar hasta
poderte bañar para lavarte, limpiarte y reordenarte con mis propias manos
todos tus cabellos desordenados. Amor mío, quiero encerrarte en mi corazón,
para calentarte con el calor de mis afectos; quiero perfumarte con mis
insistentes anhelos; quiero reparar todas estas ofensas y ofrecer toda mi vida
junto a la tuya para salvar a todas las almas; quiero ofrecerte mi corazón para
que encuentres en él donde descansar, para poder darte algún consuelo por las
penas que has sufrido hasta este momento; y después proseguiremos
nuevamente el camino de tu pasión.
Reflexiones y prácticas.
En esta hora Jesús se puso a merced de sus enemigos, los cuales llegaron a
tener la osadía de arrojarlo al Torrente Cedrón, pero Jesús los miraba a todos
con amor, soportando todo por amor a ellos. Y nosotros, ¿nos ponemos a
merced de la Voluntad de Dios?
Cuando nos sentimos débiles o tenemos la desgracia de caer en el pecado, ¿nos
levantamos rápidamente para arrojarnos en los brazos de Jesús? Jesús,
atormentado, fue arrojado en el Torrente Cedrón sintiendo que se ahogaba,
con mucho asco y ganas de vomitar; y nosotros, ¿aborrecemos hasta la más
mínima mancha y sombra de pecado? ¿Estamos dispuestos a darle un lugar a

Jesús en nuestros corazones para hacer que ya no sienta las ganas de vomitar
a causa de los pecados de tantas almas y para compensarlo por todas las veces
que fuimos nosotros mismos la causa?
« Atormentado Jesús mío, no tengas ninguna clase de miramientos conmigo y
haz que yo pueda ser objeto de tus divinas y amorosas miradas ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?

Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 2 a las 3 de la mañana
Jesús es presentado a Anás.
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo..

Oración de preparación
¡Oh Jesús, quédate siempre conmigo! Madre dulcísima, sigamos juntos a Jesús.
Jesús mío, centinela divino, tú que en mi corazón velas y que no quieres seguir
estando solo sin mí, me despiertas y haces que me encuentre junto contigo en
la casa de Anás.
Es precisamente ese momento en el que Anás te interroga acerca de tu
doctrina y de tus discípulos, y tú, ¡oh Jesús!, para defender la gloria del Padre,
abres tu sacratísima boca y con voz sonora y llena de dignidad, respondes:
« Yo he hablado en público y todos los que están aquí me han escuchado ».
Al oír estas palabras tuyas, llenas de dignidad, todos tiemblan; pero es tanta la
perfidia, que un siervo, queriendo honrar a Anás, se acerca a ti y con mano de
hierro te da una bofetada tan fuerte, que hace que te tambalees, mientras que
tu rostro santísimo se pone pálido.
Ahora comprendo por qué me has despertado, dulce Vida mía. Tenías razón:
¿Quién iba a sostenerte en este momento en que estás por caer?
Tus enemigos se ríen a carcajadas satánicamente, silban y aplauden un acto tan
injusto, mientras que tú, tambaleándote, no tienes a nadie en quien apoyarte.
Jesús mío, te abrazo; más aún, quiero hacer un muro con mi ser, te ofrezco mi
mejilla generosamente, dispuesta a soportar cualquier pena por amor a ti. Te
compadezco por este ultraje y unido a ti te reparo por la timidez de tantas
almas que se desaniman fácilmente; por quienes a causa del miedo no dicen la
verdad; por las faltas hacia el respeto que se le debe a los sacerdotes; y por
todas las faltas que se hacen con las murmuraciones.
Pero veo afligido Jesús mío que Anás te envía a Caifás. Tus enemigos te
empujan por las escaleras para que te caigas, y tú, Amor mío, en esta dolorosa
caída reparas por todos aquellos que de noche caen en la culpa aprovechando la
oscuridad, y también llamas a los herejes y a los infieles a la luz de la fe. Yo
también quiero seguirte en tus reparaciones y mientras llegas a donde está
Caifás te mando mis suspiros para defenderte de tus enemigos. Y tú, sigue
haciéndome de centinela mientras duerma y despiértame cuando tengas

necesidad de mí. Por eso, dame un beso y bendíceme. Adiós, beso tu Corazón y
en él continúo mi sueño.
Reflexiones y prácticas.
Cuando Jesús estuvo ante Anás, éste le preguntó acerca de su doctrina y de
sus discípulos; Jesús, para glorificar a su Padre, responde lo referente a su
doctrina, pero no dice nada de sus discípulos para no faltar a la caridad.
Y nosotros, cuando se trata de glorificar a Dios, ¿lo hacemos con intrepidez y
valor o más bien nos dejamos vencer por el respeto humano? Debemos decir
siempre la verdad aunque sea delante de personas importantes. Cuando
hablamos, ¿buscamos siempre hacerlo para gloria de Dios? ¿Soportamos todo
con paciencia, así como Jesús, para exaltar la gloria de Dios? ¿Evitamos
siempre el hablar mal del prójimo y lo disculpamos si escuchamos que alguien lo
hace?
Jesús vigila nuestro corazón y nosotros, ¿vigilamos siempre su Corazón para
que no haya ofensa que reciba que no sea reparada por nosotros? ¿Estamos
siempre vigilando sobre nosotros mismos, para que cada pensamiento, mirada,
palabra y afecto, cada latido de nuestro corazón y cada uno de nuestros
deseos sean todos y cada uno, centinelas que se encuentren alrededor de Jesús
para que vigilen su Corazón y le ofrezcan una reparación por cada ofensa? Y
para lograr esto, ¿le pedimos a Jesús que vigile cada uno de nuestros actos y
que nos ayude él mismo a vigilar nuestro corazón?
Cuando Jesús nos llama, ¿nos encontramos listos para responder a su llamada?
La llamada de Dios puede hacerse sentir de diferentes maneras: con
inspiraciones, con la lectura de buenos libros, con el ejemplo; puede también
hacerse sentir sensiblemente con los atractivos de la gracia e incluso bajo
cualquier circunstancia.
« Dulce Jesús mío, que tu voz haga eco siempre en mi corazón y que todo lo que
me rodea por dentro y por fuera sea tu voz que continuamente me llame a
amarte siempre, y que la armonía de tu divina voz me impida escuchar cualquier
otra voz humana que me disipe ».

Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima
que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.

¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 3 a las 4 de la mañana
Jesús en la casa de Caifás.
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,
tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Afligido y abandonado Bien mío, mientras mi débil naturaleza duerme en tu
Corazón adolorido, mi sueño se interrumpe frecuentemente por los latidos de
amor y de dolor de tu divino Corazón, entre la vela y el sueño siento los golpes
que te dan; y despertándome, digo: ¡Pobre Jesús mío, abandonado por todos,
sin nadie que te defienda! Pero desde adentro de tu Corazón yo te ofrezco mi
vida para que te sirva de apoyo cuando te hagan tropezar. Y así me vuelvo a
dormir.

Pero otra sacudida de amor de tu Corazón divino me despierta y me siento
aturdido por los insultos que recibes, por los murmullos, los gritos y el correr
de la gente.
Amor mío, ¿cómo es que todos están contra ti? ¿Qué es lo que has hecho que
como lobos feroces te quieren despedazar? Siento que la sangre se me hiela al
oír todos los preparativos que están haciendo tus enemigos; me siento triste y
estoy temblando mientras pienso qué puedo hacer para defenderte.
Pero mi afligido Jesús, teniéndome en su Corazón, me estrecha aún más fuerte
y me dice:
« Hijo mío, no he hecho nada malo y al mismo tiempo he hecho todo. Mi delito
es el amor; el amor que contiene todos los sacrificios, el amor que tiene un
precio inconmensurable. No obstante, estamos todavía al inicio; tú sigue
quedándote dentro de mi Corazón, observa todo, ámame, calla y aprende. Haz
que tu sangre helada corra entre mis venas para darle un descanso a mi sangre
que está totalmente ardiendo en llamas. Haz que tu temblor corra por mis
miembros, para que fundido en mí puedas mantenerte firme, calentarte, puedas
sentir parte de mis penas, y a la vez adquirir fuerza al verme sufrir tanto. Este
será el modo en que podrás defenderme como a mí más me gusta: séme fiel y
pon atención ».
Dulce Amor mío, el ruido que hacen tus enemigos es tal y tanto que ya no me
deja dormir; los golpes se hacen cada vez más violentos; oigo el ruido que hacen
las cadenas con las que te han encadenado tan estrechamente que estás
sangrando por las muñecas, dejando por aquellas calles las huellas de tu sangre.
Recuerda que mi sangre fluye en la tuya y que conforme la vas derramando, mi
sangre besa la tuya, la adora y la repara; haz que mi sangre sea luz para
quienes te ofenden de noche y un imán que atraiga a todos los corazones hacia
ti.
Amor mío y todo mío, mientras te arrastran y el aire parece ensordecer por los
gritos y los silbidos llegas ante Caifás. Tú te muestras lleno de mansedumbre,
de modestia y humildad; tu dulzura y tu paciencia es tanta, que tus mismos
enemigos quedan aterrorizados, y Caifás, furioso, quisiera devorarte. ¡Ah, qué
bien se distingue a la inocencia del pecado!

Amor mío, tú te encuentras ante Caifás cómo si fueras el hombre más culpable
a punto de ser condenado. Y Caifás les pregunta a los testigos cuáles son tus
delitos. ¡Ah, hubiera sido mejor que preguntara cuál es tu amor! Hay quien te
acusa de una cosa y quien de otra, diciendo insensateces y contradiciéndose
entre ellos mismos; y mientras todos te acusan, los soldados que están a tu
lado te jalan de los cabellos y descargan sobre tu rostro santísimo horribles
bofetadas que retumban por toda la sala, te hacen muecas con los labios, te
golpean..., y tú callas, sufres, y si los miras, la luz de tus ojos penetra dentro
de sus corazones y no pudiendo sostener tu mirada, se alejan de ti; pero otros
intervienen para hacerte sufrir más.
Las negaciones de Pedro
Pero en medio de tantas acusaciones y ultrajes, veo que pones atención con tus
oídos y que tu Corazón late con violencia como si estuviera por estallar a causa
del dolor. Dime, afligido Bien mío, y ahora, ¿qué sucede? Pues me doy cuenta de
que en todo lo que te están haciendo tus enemigos, es tan grande tu amor, que
tú con ansia lo esperas y todo lo ofreces por nuestra salvación. Y tu Corazón,
con toda calma, repara las calumnias, los odios, los falsos testimonios, el mal
que se le hace con premeditación a quien es inocente, y reparas también por
quienes te ofenden instigados por sus superiores y por todas las ofensas de los
eclesiásticos. Pero ahora, mientras unido a ti sigo tus mismas reparaciones,
siento en ti un cambio, un dolor nuevo que jamás había sentido hasta ahora.
Dime, dime, ¿qué pasa? ¡Particípame todo, oh Jesús mío!
« Hijo mío, ¿quieres saber qué es lo que me pasa? Oigo la voz de Pedro que dice
que no me conoce, y luego ha llegado a jurarlo y hasta por tercera vez ha
maldecido y perjurado que no me conoce... ¡Oh, Pedro!, ¿cómo no me conoces?
¿No recuerdas de cuántos bienes te he colmado? ¡Oh, si los demás me hacen
morir de penas, tú me haces morir de dolor! ¡Cuánto mal has hecho siguiéndome
desde lejos y exponiéndote después a la ocasión! ».
Negado Bien mío, cómo se reconocen inmediatamente las ofensas de las almas a
las que más quieres. ¡Oh Jesús!, quiero hacer fluir los latidos de mi corazón en
los tuyos para mitigar el dolor tan terrible y atroz que sufres, y mi latido en el
tuyo te jura fidelidad, amor, y mil y mil veces repite y jura que te conozco...
Pero tu corazón todavía no se calma y buscas con la mirada a Pedro, y al ver él

tu mirada llena de amor, rebosante de lágrimas por su negación, Pedro se
enternece y llora y se retira de allí; y tú, habiéndolo ya puesto a salvo, te
calmas y reparas las ofensas de los Papas y de los jefes de la Iglesia, sobre
todo de quienes se exponen a las ocasiones.
Pero tus enemigos siguen acusándote, y Caifás viendo que no respondes a sus
acusaciones, te dice:
Te conjuro por el Dios vivo: dime, ¿eres tú verdaderamente el Hijo de Dios?
Y tú, Amor mío, teniendo siempre en tus labios la palabra de la verdad, con
majestad suprema y con voz sonora y suave a la vez, ante la cual todos quedan
impresionados y hasta los mismos demonios se hunden todavía más en el
abismo, respondes:
« Tú lo has dicho, yo soy el verdadero Hijo de Dios y un día descenderé sobre
las nubes del cielo para juzgar a todas las naciones ».
Al escuchar tus palabras creadoras, todos se quedan callados en un profundo
silencio, sintiendo un escalofrío por el susto... Pero Caifás, después de algunos
instantes de espanto, recobrándose, furioso más que una bestia feroz,
proclama en voz alta:
« ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¡Ha dicho una grande blasfemia!
¿Qué esperamos para condenarlo? ¡Es reo de muerte! ».
Y para darle mayor fuerza a sus palabras se rasga las vestiduras, pero con
tanta rabia y furor, que todos, como si fueran uno sólo, se lanzan contra ti.
Bien mío, hay quien te da puñetazos en la cabeza, quien te jala de los cabellos,
te abofetean y te escupen en la cara, te pisotean...; son tantos y tales los
tormentos que te hacen sufrir, que la tierra tiembla y los cielos se estremecen.
Amor mío y Vida mía, mientras te están atormentando yo siento que se me
rompe el corazón por el dolor. ¡Ah!, permíteme que salga de tu Corazón
adolorido y que yo afronte en tu lugar todos estos ultrajes. ¡Ah!, si me fuera
posible, quisiera liberarte de tus enemigos; pero tú no quieres, porque todo
esto lo requiere la salvación de todos y yo me veo obligado a resignarme.
Pero déjame limpiarte, dulce Amor mío, déjame arreglarte los cabellos,
quitarte los salivazos, limpiarte y secarte la sangre para encerrarme en tu

Corazón, pues veo que Caifás ya está cansado y quiere retirarse entregándote
en manos de los soldados.
Por lo tanto, te bendigo y tú también bendíceme a mí. Y dándome el beso de tu
amor, me encierro en el horno ardiente de tu Corazón Divino para conciliar el
sueño, poniendo mi boca sobre tu Corazón, para que en cada uno de mis respiros
te dé un beso; y conforme a la diversidad de tus latidos, más o menos penantes,
podré darme cuenta si tú estás sufriendo o descansando. Por eso,
protegiéndote con mis brazos para defenderte, te abrazo y me estrecho
fuertemente a tu Corazón y así me duermo.
Reflexiones y prácticas.
Jesús, al ser presentado ante Caifás, es acusado injustamente y sometido a
torturas inauditas, y cuando se le interroga dice siempre la verdad.
Y nosotros, cuando nuestro Señor permite que nos calumnien y que nos acusen
injustamente, ¿buscamos únicamente a Dios que conoce nuestra inocencia o más
bien mendigamos la estima y el honor de las criaturas? ¿Se encuentra siempre
sobre nuestros labios la verdad? ¿Somos enemigos de toda clase de mañas y
mentiras? ¿Soportamos pacientemente los desprecios y las confusiones que nos
causan las criaturas? ¿Estamos dispuestos a dar la vida por su salvación?
« ¡Oh Dulce Jesús mío!, ¡qué diferencia tan grande hay entre tú y yo! ¡Ah!, haz
que de mis labios salga siempre la verdad para que pueda herir el corazón de
quien me escucha y conducir a todos hacia ti ».
De las 4 a las 5 de la mañana
Jesús entre los soldados.
Oración de preparación
Vida mía, dulcísimo Jesús, mientras duermo abrazado a tu Corazón, siento
frecuentemente las punzadas de las espinas que hieren tu Sacratísimo
Corazón; y queriéndome despertar, para que haya al menos uno que se dé
cuenta de todas tus penas y que te compadezca, me estrecho aún más
fuertemente a tu Corazón, y sintiendo más a lo vivo tus punzadas, me

despierto; pero, ¿qué veo?, ¿qué siento? Quisiera esconderte dentro de mi
corazón para ponerme yo en tu lugar y recibir sobre mí penas tan dolorosas,
insultos y humillaciones tan increíbles. ¡Sólo tu amor podía soportar tantos
ultrajes! Pacientísimo Jesús mío, ¿qué podías esperar de gente tan inhumana?
Se divierten contigo y te cubren el rostro de salivazos. La luz de tus bellísimos
ojos queda eclipsada por los salivazos, y llorando a cataratas por nuestra
salvación, se te limpian los ojos de aquellos salivazos; pero aquellos malvados,
no soportando su corazón el ver la luz de tus ojos, vuelven otra vez a cubrirlos
de salivazos... Otros, volviéndose más atrevidos en el mal, te abren tu dulcísima
boca y te la llenan de repugnantes salivazos, tanto que hasta ellos mismos
sienten la nausea; y puesto que esos salivazos, escurriendo en parte, muestran
un poco la majestad de tu rostro santísimo y de tu sobrehumana dulzura, se
estremecen y se avergüenzan de sí mismos... Y para sentirse más libres te
vendan los ojos con un trapo repugnante, para así poder desenfrenarse del
todo sobre tu adorable persona; de manera que te golpean sin piedad, te
arrastran, te pisotean, vuelven a descargar puñetazos y bofetadas sobre tu
rostro y por toda la cabeza, arañándote y jalándote de los cabellos,
empujándote de un lado para otro...
Jesús, Amor mío, mi corazón no resiste al verte en medio de tantos tormentos.
Tú quieres que ponga atención a todo, pero yo siento que quisiera cubrirme los
ojos para no ver escenas tan dolorosas que hacen arrancar el corazón del
pecho; pero me siento obligado por tu amor a seguir viendo lo que te sucede.
Y veo que no abres la boca, no dices una sola palabra para defenderte, estás en
las manos de estos soldados como si fueras un trapo con el que pueden hacer
todo lo que quieren; y al verlos arrojarse sobre ti, temo que mueras bajo sus
pies.
Bien mío y todo mío, es tanto el dolor que siento por tus penas, que quisiera
gritar tan fuerte que mis gritos llegaran hasta el cielo, para llamar al Padre y al
Espíritu Santo y a todos los ángeles; y aquí, de un extremo a otro de la tierra,
llamaré primero a nuestra dulce Madre y luego a todas las almas que te aman,
para que haciendo un cerco a tu alrededor, impidamos que puedan pasar estos
insolentes soldados para insultarte y atormentarte; y junto contigo reparemos
todos los pecados nocturnos de toda clase, especialmente los que cometen los

sectarios sobre tu persona sacramental durante las horas de la noche y todas
las ofensas de las almas que no se mantienen fieles en la noche de la prueba.
Pero veo, ¡oh insultado Bien mío!, que los soldados, cansados y borrachos,
quieren descansar, y mi pobre corazón, oprimido y lacerado por tantas penas
tuyas, no quiere quedarse solo contigo, siente necesidad de otra compañía: «
¡Ah, dulce Madre mía!, sé tú mi inseparable compañía. Me estrecho
fuertemente a tu mano materna y te la beso, y tú, fortaléceme con tu
bendición, y abrazándonos a Jesús apoyemos nuestra cabeza sobre su Corazón
tan adolorido para consolarlo ».
¡Oh Jesús!, te beso y te bendigo junto con tu Madre Santísima y unido a ella
dormiremos el sueño del amor sobre tu adorable Corazón.
Reflexiones y prácticas.
Jesús en esta hora se encuentra en medio de los soldados con ánimo
imperturbable y con una constancia de hierro. Como el Dios que es, sufre toda
clase de abusos de parte de los soldados y él, en cambio, los mira con tanto
amor, que parece como que los invita a que lo hagan sufrir aún más.
Y nosotros, cuando sufrimos constantemente, ¿somos constantes o más bien
nos lamentamos, nos fastidiamos, perdemos la paz, esa paz del corazón que se
necesita para que Jesús pueda hallar en nosotros su feliz morada?
La firmeza es esa virtud que nos da a conocer si es Dios quien verdaderamente
reina en nosotros; si la nuestra es verdadera virtud, nos mantendremos firmes
durante la prueba y no periódicamente, sino constantemente: solamente la cruz
nos puede proporcionar esta firmeza. Conforme crece nuestra firmeza en el
bien, en el sufrir, en el obrar, va creciendo también en nosotros el lugar en
donde Jesús podrá hacer crecer sus gracias. Así que si somos inconstantes no
habrá lugar en nosotros en donde Jesús pueda extender sus gracias; si en
cambio nos mantenemos firmes y constantes, hallando Jesús un gran espacio en
nosotros, hallará dónde apoyarse y sostenerse, y dónde multiplicar sus gracias.
Si queremos que nuestro amado Jesús descanse en nosotros, circundémoslo
con esa misma firmeza con la que él mismo hizo todo por la salvación de

nuestras almas. Estando así defendido, podrá permanecer en nuestro corazón
en un dulce reposo.
Jesús miraba con amor a quienes lo maltrataban; y nosotros, ¿miramos con ese
mismo amor a quienes nos ofenden? ¿El amor que les mostramos es tanto que
llega a ser una potente voz para sus corazones y que hace que se conviertan y
que vuelvan a Jesús?
« Jesús mío, Amor sin límites, dame tu amor y haz que cada pena que yo sufra
sea una llamada a las almas para que vuelvan a ti ».
Acción de gracias para después de cada hora.
¡Amable Jesús mío!, tú me has llamado en esta Hora de tu Pasión para hacerte
compañía y yo he venido. Me parecía sentirte lleno de angustia y de dolor,
orando, reparando y sufriendo, y que con tus palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicabas por la salvación de todas las almas. He tratado de
seguirte en todo, y ahora, teniendo que dejarte para cumplir con mis habituales
obligaciones, siento el deber de decirte « gracias » y « te bendigo ».
¡Sí, oh Jesús!, gracias, te lo repito mil y mil veces, y te bendigo por todo lo que
has hecho y padecido por mí y por todos. Gracias y te bendigo por cada gota de
sangre que has derramado, por cada respiro, por cada pálpito, por cada paso,
palabra, mirada, amarguras y ofensas que has soportado. Por todo, ¡oh Jesús
mío!, quiero sellarte con un gracias y te bendigo. ¡Ah, Jesús!, haz que de todo
mi ser salga hacia ti una corriente continua de gratitud y de bendiciones, para
atraer sobre mí y sobre todos la fuente de tus bendiciones y de tus gracias.
¡Ah Jesús mío!, estréchame a tu Corazón y con tus santísimas manos sella todas
las partículas de mi ser con tu bendición, para que así no pueda salir de mí más
que un himno continuo de amor hacia ti.
Por eso me quedo en ti para seguirte en lo que haces, antes bien, obrarás tú
mismo en mí. Y yo desde ahora dejo mis pensamientos en ti para defenderte de
tus enemigos, el respiro para cortejarte y hacerte compañía, el pálpito para
decirte siempre Te amo y repararte por el amor que no te dan los demás; las
gotas de mi sangre para repararte y para restituirte los honores y la estima

que te quitarán con los insultos, salivazos y bofetadas, y dejo mi ser para
hacerte guardia.
Dulce Amor mío, debiendo atender a mis ocupaciones quiero quedarme en tu
Corazón. Tengo miedo de salirme de él, pero tú me tendrás en ti, ¿no es así?
Nuestros latidos se tocarán sin cesar, de modo que me darás vida, amor y
estrecha e inseparable unión contigo. ¡Ah, te suplico, oh Jesús mío!, si ves que
alguna vez estoy por apartarme de ti, que tus latidos se hagan más fuertes en
los míos, que tus manos me estrechen más fuertemente a tu Corazón, que tus
ojos me miren y me hieran con sus saetas de fuego, para que al sentirte, de
inmediato yo me deje atraer hacia ti y así no se rompa nuestra íntima unión.
¡Oh Jesús mío!, hazme la guardia para que no vaya a hacer alguna de las mías.
Bésame, abrázame, bendíceme y haz junto conmigo todo lo que yo debo hacer.
De las 5 a las 6 de la mañana
Jesús en la prisión.
Preparación para antes de cada hora.
¡Oh, Señor mío Jesucristo!, postrado ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo Corazón que quiera admitirme a la dolorosa meditación de las 24
Horas de tu Pasión, en las que por amor nuestro quisiste sufrir tanto en tu
cuerpo adorable y en tu alma santísima, hasta llegar a la muerte de cruz. ¡Ah!,
ayúdame, dame tu gracia, amor, profunda compasión y entendimiento de tus
padecimientos, mientras medito la hora.
Y por aquellas horas que no puedo meditar, te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y es mi intención meditarlas durante todas aquellas horas en las
que estoy obligado a ocuparme de mis deberes o a dormir. Acepta, ¡oh
misericordioso Jesús mío, Señor!, mi amorosa intención, y haz que sea de
provecho para mí y para muchos como si efectivamente hiciera santamente
todo lo que quisiera practicar.
Te doy gracias, ¡oh Jesús mío!, por haberme llamado a unirme a ti por medio de
la oración; y para complacerte todavía más, tomo tus pensamientos, tu lengua,

tu Corazón y con ellos quiero orar, fundiéndome del todo en tu Voluntad y en tu
amor; y extendiendo mis brazos para abrazarte, apoyo mi cabeza sobre tu
Corazón y empiezo.
Oración de preparación
Prisionero Jesús mío, me despierto y no te encuentro; mi corazón late
fuertemente y delira de amor. Dime, ¿dónde estás? Ángel mío, llévame a casa
de Caifás. Busco por todos lados y por más que doy vueltas no te encuentro.
Amor mío, date prisa, mueve con tus manos las cadenas con las que tienes
atado mi corazón al tuyo para atraerme a ti y poder emprender el vuelo para ir
a arrojarme a tus brazos. Herido por mi voz y queriendo mi compañía, siento
que me atraes y me doy cuenta de que te han puesto en la prisión... Mi corazón,
mientras por una parte exulta de alegría por haberte encontrado, por otra
parte se siente herido por el dolor de ver hasta qué estado te han reducido.
Te veo con las manos atadas por atrás en una columna; los pies inmovilizados y
atados; tu santísimo rostro todo golpeado, hinchado y ensangrentado por las
terribles bofetadas que has recibido; tus ojos santísimos amoratados, con la
mirada cansada y apagada por la vela; tus cabellos todos desordenados; tu
santísima persona toda golpeada...; y a todo esto hay que añadir que no puedes
hacer nada para ayudarte y limpiarte porque estás atado. Y yo, ¡oh Jesús mío!,
llorando y abrazándome a tus pies, digo: ¡Ay, a qué estado te han reducido, oh
Jesús mío!
Y Jesús, mirándome, me responde:
« Ven, hijo mío, y pon atención a todo lo que ves que yo hago, para que tú
también lo hagas junto conmigo y así yo pueda continuar mi vida en ti ».
Y con grande asombro, me doy cuenta de que en vez de ocuparte de tus penas,
con un amor indescriptible, piensas en darle gloria a tu Padre, para darle
satisfacción por todo lo que nosotros estamos obligados a hacer, y llamas a
todas las almas para tomar sobre ti todos sus males y darles en cambio todos
tus bienes. Y puesto que hemos llegado al alba del nuevo día, puedo oír tu
dulcísima voz que dice:

« Padre Santo, te doy gracias por todo lo que he sufrido y por todo lo que
todavía tengo que sufrir; y como el alba que se asoma llama al día y el día hace
que el sol surja en el horizonte, quiero que del mismo modo el alba de la gracia
se asome en todos los corazones, para que al amanecer el día en ellos, yo, Sol
Divino, pueda surgir en todos los corazones y reinar en ellos. Mira a estas
almas, oh Padre; yo quiero responderte por todos, por sus pensamientos, sus
palabras, sus obras y sus pasos, a costa de mi sangre y de mi muerte ».
Jesús mío, Amor sin límites, me uno a ti y también yo te doy gracias por todo lo
que me has hecho sufrir y por lo que todavía tengo que sufrir, y te suplico que
hagas nacer en todos los corazones el alba de la gracia, para que tú, Sol Divino,
puedas surgir en todos los corazones y reinar en ellos.
Pero veo que tú, dulce Jesús mío, reparas también todos los primeros
pensamientos, afectos y palabras que desde el inicio del día no han sido
ofrecidos a ti para honrarte, y reúnes en ti, como si fueran uno sólo, los
pensamientos, los afectos y las palabras de todas las criaturas, para darle al
Padre la reparación y la gloria que se le debe.
Jesús mío, Divino Maestro, ya que disponemos de una hora libre en esta prisión
y estamos a solas, no solamente quiero hacer lo que tú haces, sino también
quiero limpiarte, reordenarte los cabellos y fundirme totalmente en ti... Así
que me acerco a tu santísima cabeza, y reordenándote los cabellos, quiero
hacer una reparación por tantas mentes trastornadas y llenas de tierra, que no
tienen ni siquiera un pensamiento para ti, y fundiéndome en tu mente, quiero
reunir en ti todos los pensamientos de todas las criaturas y fundirlos en tus
pensamientos, para poder hallar suficiente reparación por todos los malos
pensamientos y por tantas luces e inspiraciones sofocadas. Quiero hacer de
todos los pensamientos uno sólo con los tuyos, para ofrecerte verdadera
reparación y gloria perfecta.
Afligido Jesús mío, beso tus ojos llenos de lágrimas y de tristeza, y teniendo
atadas las manos a la columna no puedes secártelos ni limpiarte los salivazos
que te cubren el rostro; además, siendo insoportable la postura en la que te
han dejado, no puedes cerrar los ojos para descansar al menos por un poco.
¡Amor mío, cómo quisiera hacerte con mis brazos un lecho para que pudieras
reposar! Quiero secarte los ojos y pedirte perdón, ofreciéndote una reparación
por todas las veces que no hemos tenido la intención de agradarte y de mirarte

para ver qué es lo que querías de nosotros, qué es lo que debíamos hacer y a
dónde querías que fuéramos; y en tus ojos quiero fundir los míos y los de todas
las criaturas, para poder reparar con tus mismos ojos todo el mal que hemos
hecho con la vista.
Piadoso Jesús mío, beso tus oídos santísimos para repararte los insultos que
has recibido durante toda la noche, y más aún por el eco que resuena en tus
oídos de todas las ofensas de las criaturas. Te pido perdón y te reparo por
todas las veces que nos has llamado y que nosotros nos hemos hecho los sordos
fingiendo que no te escuchábamos, mientras que tú, cansado, nos has llamado
repetidamente, pero en vano. Quiero fundir en tus oídos los míos y los de todas
las criaturas para darte continua y completa reparación.
Enamorado Jesús mío, beso tu rostro santísimo, lívido totalmente a causa de
los golpes. Te pido perdón y te reparo por cuantas veces nos has llamado a ser
víctimas de reparación y nosotros, uniéndonos a tus enemigos, te hemos dado
bofetadas y te hemos escupido. Jesús mío, quiero fundir mi rostro en el tuyo,
para restituirte tu hermosura original y ofrecerte una reparación completa por
todos los desprecios que le han hecho a tu santísima Majestad.
Amargado Bien mío, beso tu dulcísima boca, colmada de dolor por los puñetazos
recibidos, y ardiente de amor. Quiero fundir en tu lengua la mía y la de todas
las criaturas, para reparar con tu misma lengua todos los pecados y las malas
conversaciones que se tienen. Quiero, sediento Jesús mío, hacer de todas las
voces una sola con la tuya, para hacer que, cuando estén a punto de ofenderte,
tu voz, circulando por las voces de las criaturas, sofoque esas voces de pecado
y las transforme en voces de alabanzas y de amor.
Encadenado Jesús mío, beso tu cuello oprimido por pesadas cadenas y cuerdas,
las cuales, pasando por el pecho hasta por detrás de los hombros y llegándote
hasta los brazos te tienen fuertemente atado a la columna. Tus manos ya están
hinchadas y moradas por lo fuerte que te han atado, tanto que de ellas te está
saliendo sangre. ¡Ah, Jesús!, déjame que te desate, y si te gusta estar atado,
quiero atarte con las cadenas del amor que, siendo dulces, te procurarán alivio
en vez de hacerte sufrir. Y mientras te desato, quiero fundirme en tu cuello,
en tu pecho, en tus hombros, en tus manos y en tus pies, para poder reparar
junto contigo por todos los apegos de las criaturas y para darles a todos las
cadenas de tu amor; para reparar por todas las frialdades y llenar los pechos

de todas las criaturas con tu fuego, pues veo que el que tú tienes, es tanto, que
no puedes contenerlo; para reparar por todos los placeres ilícitos y el amor a
las comodidades y darles a todos el espíritu de sacrificio y el amor al
sufrimiento... Quiero fundirme en tus manos para reparar por todas las malas
obras y el bien hecho malamente y con espíritu de presunción, y darles a todos
el perfume de tus obras; fundiéndome en tus pies, encierro todos los pasos de
las criaturas para reparar por ellos y darles a todos tus pasos para hacer que

No hay comentarios:

Publicar un comentario